En mi lecho de muerte, agobiada por años de miseria y la cojera que me recordaba mi vulnerabilidad, mi último pensamiento fue para Mateo, mi hijo. Lo había visto morir en vida, su espíritu destrozado, sus sueños de la Universidad Politécnica de Madrid convertidos en cenizas. En ese momento final, mi cuñado Javier, con crueldad glacial, se deleitó al confesar su traición. Fue él quien interceptó la carta de beca de Mateo, esa que le habría abierto las puertas al futuro, para dársela a su propio sobrino. La impotencia me ahogó, la rabia me consumió al ver el destino de mi hijo, condenado a la construcción por la avaricia de un familiar. ¿Cómo pudo tal maldad destruir a mi noble Mateo? ¿Cómo fui tan ciega para no verlo? Pero justo cuando la oscuridad parecía engullirme, abrí los ojos y el olor a café llenó el aire: había vuelto, milagrosamente, al día exacto en que esa carta cambiaría, o no, nuestras vidas. Esta vez, no permitiré que la historia se repita.
En mi lecho de muerte, agobiada por años de miseria y la cojera que me recordaba mi vulnerabilidad, mi último pensamiento fue para Mateo, mi hijo.
Lo había visto morir en vida, su espíritu destrozado, sus sueños de la Universidad Politécnica de Madrid convertidos en cenizas.
En ese momento final, mi cuñado Javier, con crueldad glacial, se deleitó al confesar su traición.
Fue él quien interceptó la carta de beca de Mateo, esa que le habría abierto las puertas al futuro, para dársela a su propio sobrino.
La impotencia me ahogó, la rabia me consumió al ver el destino de mi hijo, condenado a la construcción por la avaricia de un familiar.
¿Cómo pudo tal maldad destruir a mi noble Mateo? ¿Cómo fui tan ciega para no verlo?
Pero justo cuando la oscuridad parecía engullirme, abrí los ojos y el olor a café llenó el aire: había vuelto, milagrosamente, al día exacto en que esa carta cambiaría, o no, nuestras vidas.
Esta vez, no permitiré que la historia se repita.
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