No Se Juega con el Agente Especial

No Se Juega con el Agente Especial

Gavin

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Santiago Vargas odiaba las reuniones de exalumnos. Por insistencia de su amigo Javier, allí estaba, en un exclusivo club de campo de la Ciudad de México, su discreto Mastretta MXT, su "vehículo de servicio", desentonando entre Porsches y Mercedes. Apenas entró al salón, las miradas de juicio lo envolvieron. Ricardo "Ricky" Garza, el autoproclamado rey, lo abordó con desprecio: "¿Esa chatarra de ahí afuera es tuya, Vargas?" Y Valeria, su amor platónico de antaño, ahora una caricatura materialista, se burló: "¿Un burócrata de bajo nivel? ¿Cuánto te pagan?" La humillación no tardó en escalar. Ricky ofreció diez mil pesos por lamer sus zapatos, y Valeria, con una sonrisa cruel, sugirió que Santiago fuera su chófer. Cuando intentó irse, Ricky lo golpeó, su arrogancia inquebrantable. "¡Nadie se va de mi fiesta sin permiso!", gritó, y ordenó a sus amigos destrozar su coche. Una ira gélida y una resolución inquebrantable se apoderaron de Santiago. Mientras la multitud vitoreaba, él observaba con una calma peligrosa que los arrogantes no podían comprender, ignorantes de la verdad que yacía bajo el "coche barato". ¿Creían realmente que podían humillarlo así? Con una sonrisa casi imperceptible, Santiago susurró: "Hazlo, pues". Afuera, los palos de golf de titanio rebotaron inútilmente del Mastretta. En ese instante, y con los guardaespaldas sujetándolo, Santiago discretamente hizo una llamada telefónica, activando una secuencia de eventos que cambiarían la noche para siempre.

Introducción

Santiago Vargas odiaba las reuniones de exalumnos. Por insistencia de su amigo Javier, allí estaba, en un exclusivo club de campo de la Ciudad de México, su discreto Mastretta MXT, su "vehículo de servicio", desentonando entre Porsches y Mercedes.

Apenas entró al salón, las miradas de juicio lo envolvieron. Ricardo "Ricky" Garza, el autoproclamado rey, lo abordó con desprecio: "¿Esa chatarra de ahí afuera es tuya, Vargas?" Y Valeria, su amor platónico de antaño, ahora una caricatura materialista, se burló: "¿Un burócrata de bajo nivel? ¿Cuánto te pagan?"

La humillación no tardó en escalar. Ricky ofreció diez mil pesos por lamer sus zapatos, y Valeria, con una sonrisa cruel, sugirió que Santiago fuera su chófer. Cuando intentó irse, Ricky lo golpeó, su arrogancia inquebrantable. "¡Nadie se va de mi fiesta sin permiso!", gritó, y ordenó a sus amigos destrozar su coche.

Una ira gélida y una resolución inquebrantable se apoderaron de Santiago. Mientras la multitud vitoreaba, él observaba con una calma peligrosa que los arrogantes no podían comprender, ignorantes de la verdad que yacía bajo el "coche barato". ¿Creían realmente que podían humillarlo así?

Con una sonrisa casi imperceptible, Santiago susurró: "Hazlo, pues". Afuera, los palos de golf de titanio rebotaron inútilmente del Mastretta. En ese instante, y con los guardaespaldas sujetándolo, Santiago discretamente hizo una llamada telefónica, activando una secuencia de eventos que cambiarían la noche para siempre.

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Romance

5.0

Siempre creí que mi vida con Ricardo De la Vega era un idilio. Él, mi tutor tras la muerte de mis padres, era mi protector, mi confidente, mi primer y secreto amor. Yo, una muchacha ingenua, estaba ciega de agradecimiento y devoción hacia el hombre que me había acogido en su hacienda tequilera en Jalisco. Esa dulzura se convirtió en veneno el día que me pidió lo impensable: donar un riñón para Isabela Montenegro, el amor de su vida que reaparecía en nuestras vidas gravemente enferma. Mi negativa, impulsada por el miedo y la traición ante su frialdad hacia mí, desató mi propio infierno: él me culpó de la muerte de Isabela, filtró mis diarios y cartas íntimas a la prensa, convirtiéndome en el hazmerreír de la alta sociedad. Luego, me despojó de mi herencia, me acusó falsamente de robo. Pero lo peor fue el día de mi cumpleaños, cuando me drogó, permitió que unos matones me golpearan brutalmente y abusaran de mí ante sus propios ojos, antes de herirme gravemente con un machete. "Esto es por Isabela", susurró, mientras me dejaba morir. El dolor físico no era nada comparado con la humillación y el horror de su indiferencia. ¿Cómo pudo un hombre al que amé tanto, que juró cuidarme, convertirme en su monstruo particular, en la víctima de su más cruel venganza? La pregunta me quemaba el alma. Pero el destino me dio una segunda oportunidad. Desperté, confundida, de nuevo en el hospital. ¡Había regresado! Estaba en el día exacto en que Ricardo me suplicó el riñón. Ya no era la ingenua Sofía; el trauma vivido había forjado en mí una frialdad calculada. "Acepto", le dije, mi voz inquebrantable, mientras planeaba mi escape y mi nueva vida lejos de ese infierno.

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