Mis Hermanos Crueles

Mis Hermanos Crueles

Gavin

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Capítulo

La carta de la Real Academia de Danza, el sueño de toda mi vida, llegó bajo el sol de Sevilla. Era la recompensa a años de sudor y dolor silencioso. Pero en mi propia casa, mi sueño era la pesadilla de otra persona. Mi hermano Máximo, cegado por las mentiras de nuestra hermana adoptiva Sofía, me arrebató la carta. "¿Cómo te atreves?", siseó, con los ojos llenos de una furia que no lograba comprender. Sofía, con sus lágrimas falsas y su falsa hemofilia, lo avivaba. Máximo me acusó de robarle a Sofía su "duende", su suerte y su futuro. Esa noche, la misma mano que de niño curaba mis rodillas raspadas, me arrastró a un cortijo abandonado. Con la navaja de nuestro abuelo, me hizo un corte profundo en el tobillo. ¡Tengo hemofilia! ¡Un corte así podría matarme! Pero sus palabras fueron más dolorosas que la herida: "Ahora, ¿también quieres robarle su enfermedad? Sofía es la frágil, no tú". Me ató a un olivo, desangrándome, rodeada por perros salvajes. Llamé a Máximo desde el móvil, suplicando. "Deja de hacer teatro, Elena", me dijo mientras oía la risa de Sofía de fondo. "Se lo merecen los ladrones", añadió Sofía. "Así aprenderás a no robar lo que no es tuyo". Me colgaron. Abandonada, herida, al borde de la muerte, me pregunté: ¿Cómo fue posible tanto odio, tanta ceguera, tanta traición de mi propia familia? Pero algo cambió en mi interior mientras sentía la vida escapar, un plan sutil y devastador empezó a germinarse en mi mente. Mi regreso sería mi venganza.

Introducción

La carta de la Real Academia de Danza, el sueño de toda mi vida, llegó bajo el sol de Sevilla.

Era la recompensa a años de sudor y dolor silencioso.

Pero en mi propia casa, mi sueño era la pesadilla de otra persona.

Mi hermano Máximo, cegado por las mentiras de nuestra hermana adoptiva Sofía, me arrebató la carta.

"¿Cómo te atreves?", siseó, con los ojos llenos de una furia que no lograba comprender.

Sofía, con sus lágrimas falsas y su falsa hemofilia, lo avivaba.

Máximo me acusó de robarle a Sofía su "duende", su suerte y su futuro.

Esa noche, la misma mano que de niño curaba mis rodillas raspadas, me arrastró a un cortijo abandonado.

Con la navaja de nuestro abuelo, me hizo un corte profundo en el tobillo.

¡Tengo hemofilia! ¡Un corte así podría matarme!

Pero sus palabras fueron más dolorosas que la herida: "Ahora, ¿también quieres robarle su enfermedad? Sofía es la frágil, no tú".

Me ató a un olivo, desangrándome, rodeada por perros salvajes.

Llamé a Máximo desde el móvil, suplicando.

"Deja de hacer teatro, Elena", me dijo mientras oía la risa de Sofía de fondo.

"Se lo merecen los ladrones", añadió Sofía. "Así aprenderás a no robar lo que no es tuyo".

Me colgaron.

Abandonada, herida, al borde de la muerte, me pregunté: ¿Cómo fue posible tanto odio, tanta ceguera, tanta traición de mi propia familia?

Pero algo cambió en mi interior mientras sentía la vida escapar, un plan sutil y devastador empezó a germinarse en mi mente.

Mi regreso sería mi venganza.

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El zumbido del aire acondicionado en el aeropuerto apenas disimulaba el silencio entre Ricardo y yo; nuestro viaje a Oaxaca, planeado por meses como una pre-luna de miel, de repente se sintió como un último aliento. Justo cuando Ricardo me preguntaba si estaba emocionada, con esa sonrisa perfecta suya, vi a Elena. Venía hacia nosotros con su hija Isabella, esa influencer de viajes, la ex de Ricardo, la madre de su única conexión con un pasado que yo intentaba ignorar. La voz de Elena, demasiado alta, anunció que ellas también iban a Oaxaca, y la sonrisa de Ricardo se congeló, aunque rápidamente la transformó en una máscara de sorpresa forzada. Luego, la pequeña Isabella, con los ojos de su madre, se escondió detrás de Elena, mirándome con una evaluación inquietante, no la inocencia de una niña. Elena, con una falsa dulzura, comentó sobre mi atuendo: "Qué bonito tu conjunto. ¿Lo diseñaste tú?". Sabía que lo decía para recalcar que mi profesión era un "pasatiempo caro", algo que mi familia, y a veces Ricardo, creían. Y entonces, sin que yo pudiera procesar la humillación, Elena pidió sentarse con nosotros en el avión, alegando que Isabella "se sentía mal". Ricardo, en lugar de poner límites, solo miró a la niña que convenientemente empezó a toser de forma exagerada, y cedió. Nuestro espacio para dos se hizo añicos, y me encontré sentada al otro lado, una extraña en lo que debería haber sido nuestro viaje de prometidos, mientras Ricardo les ponía caricaturas a Isabella y Elena le acariciaba el brazo. Cuando en el avión me pidieron cambiar mi asiento de primera clase por uno en turista para que Elena y su hija pudieran estar junto a Ricardo, vi la súplica en sus ojos: "No armes un escándalo, Sofía". No dije nada, solo tomé mi bolso y me fui a la fila de atrás, sentándome junto a un extraño, mientras los veía desde la distancia. Vi cómo la mano de Elena descansaba sobre la de Ricardo, cómo él le abrochaba el cinturón a Isabella, cómo reían y murmuraban, creando una burbuja a la que yo no pertenecía. El avión despegó y Ricardo, reclinado con Elena en su hombro, ni siquiera me buscó con la mirada. En ese momento, supe que no era solo el viaje lo que no había terminado antes de empezar, sino mi relación. La humillación continuó en Oaxaca, donde Elena monopolizó a Ricardo, quien ignoró mis diseños para escucharla. Al día siguiente, me desperté sola con una nota de Ricardo: "Fui con Elena a llevar a Isa a un tour... Te amo". "Te amo", la palabra se sentía tan vacía. Entonces lo vi en Instagram: Elena había subido una foto de Ricardo con el pie de foto: "Mío". Y el comentario de mi propio hermano, Diego: "¡Cuñado! ¡Se te ve increíble! Disfruten. Elena, cuídalo bien". Mi propio hermano estaba del lado de ella. El último clavo fue el comentario de Elena, respondiéndole a alguien: "Ricardo dice que Sofía es un poco aburrida para estos viajes, que no le gusta la aventura, jeje". Sentí el aire faltarme, la humillación pública era total. No era solo Ricardo, era mi familia, era el mundo que me había traicionado. Con las manos temblorosas, abrí mi celular y busqué el nombre de Ricardo. Presioné "Bloquear contacto". Y luego, con una sonrisa amarga, cancelé su boleto de avión de primera clase, el que yo le había regalado por su cumpleaños, dejándolo varado. Mi guerra había terminado.

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