La ciudad nunca dormía.
Y él tampoco.
A través de la ventana de su apartamento en el piso veinte, Elías contemplaba las luces de los edificios como si fueran compases en una partitura que solo él podía leer. Afuera, los cláxones de los autos componían una sinfonía caótica que a veces lo irritaba, pero que en otras noches, como aquella, le recordaba que todo seguía en movimiento, incluso cuando su alma parecía estancada.
El violín descansaba sobre sus piernas, como un animal dormido. Sus dedos lo acariciaban con una familiaridad silenciosa, sin apretar las cuerdas, como si tuviera miedo de despertarlo. Frente a él, un atril con una hoja en blanco. No necesitaba leer. Las notas vivían en su memoria.
Cerró los ojos.
Y tocó.
El sonido emergió delicado, como el suspiro de un niño, y fue creciendo en intensidad, como si la madera del violín respirara con él. Tocaba una pieza suya, una que jamás había compartido con nadie. Una melodía íntima, hecha de fragmentos de recuerdos, de días bajo la lluvia, del olor a café en las madrugadas antes de los conciertos, de la risa de su madre mientras afinaba las cuerdas en la cocina.
Elías era un prodigio. Desde los seis años, los críticos lo llamaban "el niño que hablaba con su violín". A los veinte, ya había tocado en los auditorios más exigentes de Europa y América. Había sido portada de revistas, entrevistado, fotografiado, comparado con genios muertos y vivos. Pero toda esa atención no lo había hecho feliz. Solo la música lograba eso.
-Estás tocando otra vez esa pieza sin nombre -dijo su madre desde el umbral, con una taza de té en las manos.
Elías no abrió los ojos.
-No necesita nombre.
Ella sonrió con ternura y se acercó para dejar el té sobre la mesa.
-Tal vez no lo necesita, pero tú sí. Estás más silencioso que nunca.
Él dejó de tocar, sin mirar a su madre.
-Estoy cansado.
-¿De qué?
-De fingir que todo esto me llena. De tocar para complacer a otros. Para cumplir expectativas.
Hubo un silencio entre ellos, más pesado que cualquier pausa musical. Su madre lo entendía, pero no podía hacer nada. Ya no. Había sacrificado tanto para que él llegara hasta allí. A veces, Elías sentía que estaba viviendo un sueño que no era suyo, o al menos, no lo era del todo.
Aquella noche, después de que ella se fue a dormir, Elías bajó al garaje, guardó el violín en su estuche y condujo sin rumbo por la ciudad. Las calles mojadas brillaban bajo la luz de los semáforos, y la música que salía de los bares se mezclaba con la de su radio, donde una vieja grabación suya sonaba sin que él la hubiera puesto.
Pasó frente al conservatorio. Frente al teatro. Frente a su pasado.
Y luego ocurrió.