El Aroma del Adiós

El Aroma del Adiós

Gavin

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Capítulo

La oficina de mi jefe olía a café viejo, un aroma que solía darme seguridad, pero que ahora solo me recordaba el sacrificio de años. Mi vida, la que había construido con mi esposa Clara, se desmoronaba. "Quiero el divorcio", le dije al Dr. Morales, mi voz firme ocultando un temblor interno. Los rumores del complejo ya lo sabían: Clara y Marcos Durán, antes de que yo estuviera dispuesto a aceptarlo. La encontré en nuestra sala, no sola, Marcos tenía su mano en la cintura de Clara, riendo de una manera que nunca compartió conmigo. Mi voz, un gruñido, apenas pudo preguntar: "¿Qué está pasando aquí, Clara?". Ella, de cálida a una máscara de fría indignación, mientras Marcos sonreía con arrogancia. "¡Estás loco! ¡Paranoico y celoso!", gritó ella, intentando voltear la situación, como siempre. Esta vez no funcionó. "Se acabó, Clara", dije, mi voz mortalmente tranquila. "Quiero el divorcio". Su rostro palideció, pero su pánico se convirtió en rabia: "¡No te atrevas! ¡No vas a arruinar mi vida!". Justo entonces, el timbre de la puerta sonó, y dos policías uniformados entraron. "Mi esposo... se puso violento, me amenazó, tengo miedo", dijo Clara, con lágrimas falsas. Me helé, la traición descarada me robó el aliento. Caí en su trampa, y me llevaron de mi propia casa. Esa noche en la celda apestaba a desinfectante y desesperación, y me di cuenta de que mi dolor no era nuevo, sino la culminación de años de ser ignorado. Pero algo cambió esa noche; la resignación se convirtió en una inquebrantable resolución: no más. A la mañana siguiente, el Dr. Morales pagó mi fianza, mirándome con decepción, no hacia mí, sino hacia la situación misma. "Ve a casa, empaca tus cosas y sal de ahí", me dijo, "Yo me encargaré de los abogados, esto no se quedará así". Cada objeto que empaqué era un recordatorio de un amor fallido, y las palabras de la señora Carmen, mi vecina, lo confirmaron: "Esa mujer no te merece, lo vi entrar a la casa en cuanto tú te ibas a trabajar". La realidad era un golpe brutal, validando cada una de mis sospechas. Recordé el día en que había rechazado una prestigiosa beca de investigación en el extranjero por Clara, sacrificando mi sueño por una farsa. Colgué el teléfono, sin ira, solo una abrumadora certeza: mi decisión era la correcta. Me dirigí al lago solo, y el último rayo de sol desapareció en el horizonte. Ya no me sentía abandonado, me sentía libre. El peso de años finalmente se había levantado de mis hombros, y el camino por delante estaba despejado, solo para mí.

Introducción

La oficina de mi jefe olía a café viejo, un aroma que solía darme seguridad, pero que ahora solo me recordaba el sacrificio de años.

Mi vida, la que había construido con mi esposa Clara, se desmoronaba.

"Quiero el divorcio", le dije al Dr. Morales, mi voz firme ocultando un temblor interno.

Los rumores del complejo ya lo sabían: Clara y Marcos Durán, antes de que yo estuviera dispuesto a aceptarlo.

La encontré en nuestra sala, no sola, Marcos tenía su mano en la cintura de Clara, riendo de una manera que nunca compartió conmigo.

Mi voz, un gruñido, apenas pudo preguntar: "¿Qué está pasando aquí, Clara?".

Ella, de cálida a una máscara de fría indignación, mientras Marcos sonreía con arrogancia.

"¡Estás loco! ¡Paranoico y celoso!", gritó ella, intentando voltear la situación, como siempre.

Esta vez no funcionó.

"Se acabó, Clara", dije, mi voz mortalmente tranquila. "Quiero el divorcio".

Su rostro palideció, pero su pánico se convirtió en rabia: "¡No te atrevas! ¡No vas a arruinar mi vida!".

Justo entonces, el timbre de la puerta sonó, y dos policías uniformados entraron.

"Mi esposo... se puso violento, me amenazó, tengo miedo", dijo Clara, con lágrimas falsas.

Me helé, la traición descarada me robó el aliento.

Caí en su trampa, y me llevaron de mi propia casa.

Esa noche en la celda apestaba a desinfectante y desesperación, y me di cuenta de que mi dolor no era nuevo, sino la culminación de años de ser ignorado.

Pero algo cambió esa noche; la resignación se convirtió en una inquebrantable resolución: no más.

A la mañana siguiente, el Dr. Morales pagó mi fianza, mirándome con decepción, no hacia mí, sino hacia la situación misma.

"Ve a casa, empaca tus cosas y sal de ahí", me dijo, "Yo me encargaré de los abogados, esto no se quedará así".

Cada objeto que empaqué era un recordatorio de un amor fallido, y las palabras de la señora Carmen, mi vecina, lo confirmaron: "Esa mujer no te merece, lo vi entrar a la casa en cuanto tú te ibas a trabajar".

La realidad era un golpe brutal, validando cada una de mis sospechas.

Recordé el día en que había rechazado una prestigiosa beca de investigación en el extranjero por Clara, sacrificando mi sueño por una farsa.

Colgué el teléfono, sin ira, solo una abrumadora certeza: mi decisión era la correcta.

Me dirigí al lago solo, y el último rayo de sol desapareció en el horizonte.

Ya no me sentía abandonado, me sentía libre.

El peso de años finalmente se había levantado de mis hombros, y el camino por delante estaba despejado, solo para mí.

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