El reloj marcaba las 4:27 de la tarde cuando Camila empujó la puerta de la casa con el hombro. La maleta golpeó ligeramente el marco mientras entraba, más cansada de lo que aparentaba. El viaje había sido un escape conveniente, una excusa para alejarse, para no tener que mirar lo que desde hacía tres años le resultaba intolerable: cómo su madre había reemplazado la atención que solía darle, entregándosela a ese hombre.
Julián.
Él había aparecido de la nada. Diez años menor que su madre, pero con una seguridad y un magnetismo que le granjeaban el respeto de cualquiera. Camila no lo soportaba. O eso se repetía constantemente. Porque más allá del rechazo, había algo en él que la descolocaba. Algo en su manera de mirar, de moverse. Su cuerpo atlético, su voz grave. No debería importarle, pero lo hacía. Y ese era el verdadero problema.
Dejó las llaves sobre la mesa de la entrada. Todo estaba en silencio.
O casi.
Un sonido suave, casi ahogado, flotaba desde la sala. Camila frunció el ceño y caminó con sigilo. Había aprendido a no confiar en los momentos de aparente calma. Cuando asomó la cabeza por el pasillo que daba al salón, lo vio.
Y no pudo moverse.
Verónica estaba desnuda sobre el sofá, apoyada en las rodillas, los brazos extendidos hacia el respaldo. Su cuerpo maduro se arqueaba con una entrega que jamás habría querido ver. Y detrás de ella... estaba Julián.
Igualmente desnudo.
Su espalda ancha, marcada por músculos definidos, subía y bajaba con cada respiración. Una mano descansaba sobre la cintura de Verónica. La otra descendía, guiándose con lentitud. Su cuerpo era una escultura en movimiento. Firme, preciso, provocador. Su piel tostada contrastaba con el brillo sutil de la transpiración. Y más abajo...
Camila parpadeó.
Pero no se fue.
Se quedó mirando. Tensa. Incómoda. Fascinada.
Fue entonces cuando él giró el rostro. La vio.
Y por un instante, ninguno de los dos se movió.
Julián no se cubrió. No se excusó. Solo la miró con intensidad, como si supiera exactamente lo que estaba pensando.
Camila sintió cómo se le encendía la piel. No fue vergüenza. Fue rabia. Y algo más oscuro, más confuso, que le quemaba por dentro. La voz de su madre rompió el instante.
-¿Qué...? ¡Camila!
Verónica intentó cubrirse, jadeando. Julián no dijo nada. Siguió observándola mientras ella daba un paso atrás, sin bajar la mirada.
Y en su mente ya se había prendido una chispa.
No iba a permitir que él siguiera robando la atención de su madre.
Y si para demostrarle que no era el hombre que Verónica creía...
tenía que jugar sucio, lo haría.
El agua caía a borbotones en la pileta, mezclándose con el zumbido sordo que tenía Camila en los oídos. Sus dedos tamborileaban nerviosos sobre la mesa, su mirada clavada en la ventana como si algo fuera a explotar en el jardín. No podía dejar de verlo. A Julián. Su espalda. Su cuerpo. La forma en la que la había mirado cuando la vio ahí, parada en la entrada de la sala. No había ni rastro de culpa en su rostro. Solo una calma cínica. Un desafío mudo.
-¿Vas a hablar? -dijo una voz a su espalda.
Era él.
Camila no giró de inmediato. Quería que sintiera su desprecio, pero también... quería medirlo.
Él se apoyó contra el marco de la puerta, su camiseta gris ceñida a un torso atlético que parecía tallado con precisión. Su barba de dos días y los ojos oscuros le daban un aire casi hipnótico.