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La Biblia de los Caídos

Capítulo 7 VERSÍCULO 7

Palabras:3947    |    Actualizado en: 13/10/2021

ado, a pesar de que las v

reguntó Elena, quitándose el cha

llos, verticales, como los de un reptil, y el pelo largo y sedoso. Estaba medio desnuda, con las ropas desgarradas y quemadas en varios lugares. La piel era tersa, tan blanca que se veían lo

llas, rugiendo, babeando, con actitud feroz. El Gris se acercó un poco y se arrodi

osa. ¿Quién lo

ó Elena—. Era un inútil que no supo tratar a

cobraba fuerza, aquellas runa

uién soy?

ó y gruñó, ens

ni siquiera era juvenil, sino grave y p

ombre? ¿Me hab

escupió, golpeó el suelo y pa

nozcas esto —

colgando. Elena alcanzó a ver un extraño tatuaje asomando por su cuello. De la fina

acudió la cabeza,

a! —bramó

su dueño? —preguntó el

n su voz de hombre. El rostro del Gri

apoyada contra la pared. El Gris

arme a solas

hacerlo —re

u propia

xorcistas. Este no será un problema. Vamos, «pelo plateado», ven a p

otó hacia atrás, contra la pared. Lo volvió a intentar. Con cada embestida las runas del s

dijo el Gris—. V

espués con un frasco polvoriento, del tamaño de una botella de medio li

que sacó el Gris de los pliegues de la gabardina. También extrajo un libro, un tomo grueso, de tapa dura, antiguo, que debía tener más de mil páginas. Y por último, un puñal o una espada pequeña, Elena no estaba seg

Se abalanzó sobre el Gris, que estaba reclinado sobre las runas con el

permitir

se quejó el Gris rodando

tura de runas tembló y rechinó, se resquebrajó con un chirrido agudo, y finalm

. Vamos a bailar

de incorporarse. Fue un error. La escuálida criatura previó ese movimiento y se anticipó. Esta vez no erró el golpe, le dio en el pecho, con una fuerza brutal. El Gris salió despedido, v

bundantes babas de color amarillento. El Gris se levantó con serias dificultades. Se apoyó en la pared, que esta

aba en la pared. El Gris se preparó para defenderse y ent

monio estaba encima de él. Alzó las ga

*

to de los ángeles, no os concierne. Yo soy su representante e interponers

silencio. Sara admiró el vigor y la energía que emanaban de la cent

permanecía junto a Plata, con quien parecía llevarse muy bien, como si fueran viejos amigos. A Sara le costaba entender que un adolescente estuviera

ostraba su

ono cortante se había suavizado un poco, pero sus ojos brill

ntestó Miriam—. Solo estoy auto

isco a una manzan

esa panda de mariposones le han ordenado que no hable, no lo hará. Siempre leal, siempre fiel. Qué asco, ¿eh? —Mordió de nuevo, esta vez con cuidado de llevarse a la boca un pedazo de tamaño razonable—. Esta manzana es una pasada, po

visto, ni siquiera respetaba a los ángeles. Lo increíble era que nadie se escandalizaba, ni siquiera Miriam, que era una especie de embajadora de los ángel

iño —dijo la centinela—.

Diego—. ¿Me detendrás a m

hospital y te rebozaré con to

del niño

ando las orejas—. No

naza. Su admiración por Miriam creció, y también lo hizo su desc

se. El hombre se tambaleó, avergonzado, p

acercó a ella con paso vacilante. Sus rizos saltaban en su cabeza con cada pequeña rectificación

ó Álex—. Eso es imposible. H

a son esos... —dij

ulas y aspiró lentamente

es lo del cónclave?

zara con él. El millonario estaba tan perdido como Sara por la conversación—. ¡Qué raro! De todos modos, ¿a quién iban a culpar de la muer

marcado, pero imposible de pasar por alto. Sara no sabía qué había dicho Plata para fomentar tales reacciones. Ella solo entendió

Agarró su brazo mientras jugaban a pelearse y le leyó la mano sin querer, ni siquiera sabía que podía hacerlo. Fue la primera vez que experimentó su don. Le dijo al chico que tenía una enfermedad mortal, incurable, y que no cumpliría los nueve años.

iriam echando fuego por los ojos—. Deja al d

riam? Los angelitos te han ordenado detener al Gris pero no se han dignado a darte

e y no t

boca, niño. Si lo de Samael es cierto, no

iriam—. ¿Quieres interponerte en el camino de u

s puños. Álex en

o me importa, que si

otaba en sus posturas corporales. Ambos tenían el peso del cuerpo en una

iriam—. Solo parece importarte el Gris. Siempre a su

nto tuyo —

etes en mi misión.

la mesa llamó la

Quiero saber ahora mismo si mi hija está co

ntamiento. La centinela se volvió

que comience el exorcismo sin contar con la prese

increpó Mario—. Quiero sabe

¿No era eso algún tipo de blasfemia? Y sin embargo no creía que el Gris fuese un asesino. Era serio y un poco frío, pero no podía ser un asesino, no cuadraba. El Gris se iba a enfrentar a un demonio para salvar a una niña poseída. ¿Por qué haría algo así un asesino? Además, nadie puede mat

a el impulso de defenderle—. Me lo dijo él mismo. Solo

intió un poco tonta

vo por un brazo—. Muchas gracias, querida. Aún no nos han presentado formalmente. Mi nombre es Plata

para sostenerle. Al final, Plata se apoyó en una pared y consiguió m

encogió d

lenos de curiosidad, capaces de ver más allá. Son ojos de rastreadora, te lo digo yo. ¿Qu

Sara no entendía muchas de las cosas que decían, estaba perdida, y no sabía quién tenía razón. Le desagradaba sentir cierta empatía por Mario, pero el caso era que no veía al repugnante delincuente que sin duda era, sino a un padre preocupado por su hija,

bía dirigido a Sara ni una sola palabra amable. No le caía bien, y a pesar de todo, Sara le apoyaba interiormente, en silencio, deseaba que él ganara la discusión. Le gustara o no, era pa

zana, y siguiendo atentamente la conversación con sus inquietos ojos

do eso? —pr

tancia, como si a alguien se le hubieran caído al su

su acalorada disputa. El niño se levantó y f

fierno? No, retumbaría más, y apestaría... ¿Un eructo de dragón? No, habría durado el triple como poco y apesta

dándole palmadas en la espalda—.

a Diego. Su diferencia de estatura era considerable—. Vas a pensar que

Reflejaba tanto esfuerzo, que temió que le fuera a dar

ha sido un espe

esapareció del s

Me inclino ante tu audacia. —Plata se arrodilló y tom

esquebrajó. Los cuadros y las estanterías cayeron al suelo. Se abrió un boquete en el centro, del

or tu persona... —continuó Plata

ego pretende reconocer sonidos extraños. Déj

buceó Plata mirando en t

e clavado en la pared, un palmo por encima de la

en estado lamentable, empuñadura de cuero gastada... Inconfundible

ronco, grave, inhumano. Más g

endo. Sara dio un paso con inten

vie

l demonio —se espantó Diego—

no quería ir, era su problema. Corrió en pos de los d

ata—. Ayúdame a levan

e a la puerta de la habitación contigua, desd

imera —dijo Miria

hí dentro —repuso Mario—.

Sacó un martillo que llevaba anudado de alguna

igroso. Detrás

fueran del tamaño de un tubo de pasta de dientes como mínimo. La cabeza del martillo era muy grande y no se distinguía de la base, parecía estar formado de una sola pieza moldeada del mismo mate

na opuesta, el demonio aullaba. Sara no podía creer que esos berridos deformados y atronadores brotaran de la garganta de una niña tan pequeña, tan delgada, de aspecto

ablado de ellos a otros, pero sin verdadera convicción, como quien sabe que nunca verá uno y que, por tanto, en la práctica, era como si no existieran. Sin embargo, existían. Sara comprend

averiguar cuánto era mentira, habladurías sin sust

s en el suelo la mantenían recluida en la esquina. Y arrodillado sob

ajando el martillo—. ¿Có

—respondió sin alzar la vi

a que llegaras

co lo que explique

avecinaba entre ellos. Por lo visto, Miriam y

scriptible y luego acudió con su mujer. Sara f

a y Sara pudo ver un símbolo tatuado asomando en su cuello. Se alarmó al no ver su pecho subiendo y bajando.

dijo Álex de

radijo ella sin esco

Ella solo quería ayudar, pero Álex era tan... —Su respiración e

golpes llamó la

e había vuelto a caer y luchaba por levantar

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