La madre de mi novia
os, cincelados y pintados de rosa. Esos ojos marrones que brillaban con energía vibrante. Las largas pestañas y las cejas pobladas. Esa señora era hermosa en todos los
atarse de que una de sus manos estaba presionando uno de los senos
donde solo existían ellos dos. La belleza de esa señora era abrumadora, y Hoel se sintió perdido en la profundidad de sus ojos. La cercanía de sus caras, a escasos milímetros, hacía que cada pequeño detall
e su divorcio había, olvidado que existía un mundo pasional y sensual entre hombres y mujeres, porque se había enfocado a su trabajo y a su hija, sin prestarle atención a los romances. Contempló el rostro del muchacho, esos ojos azules eran como la profundidad del océano en el que se hallaba sumergida, descendiendo hacia el fondo del mar sin poder apartar la mirada de él. L
, y sus rasgos, aunque jóvenes, transmitía una madurez y misterio que la intrigaba. Sin mencionar que, la cercanía de sus cuerpos la hacía consciente de cada latido de su corazón, que parecía reson
pagado. ¿Cómo podría explicarlo? Ese chico, de modo inesperado, era como el combustible que había propiciado que el fuego de su alma, volviera a arder con temblante fulgor. En su piel recordaba el contacto físico de una pasión que pensaba olvidada y que yo no volvería a experimentar nunca más. Su cuerpo respondía de manera involuntaria, como prueba de que seguía viva y de que era una mujer que, reaccionaba, frente a una acción externa. Era cuestión de ciencia, una ley física a la que estaba siendo expuesta. Así, aunque la racionalidad la impulsaba a alejarse de la tentación que representaba ese joven. Su atención se enfocó en los d
delataras su presencia. Por suerte habían quedado detrás del sofá y
e ocultos. Eran como dos cómplices en medio de su crimen, en el que los gestos eran suficientes para entender todo lo que el otro le intentaba decir. En ese punto eran conscientes de la necesidad de mantenerse
llas y vasos chocando llenaba el espacio. Respiraban con dificultad, tratando de no hacer ruido. Hacía demasiado calor y la fricción de sus cuerpos desper
uedo retener la erección en su entrepierna que hacía presión contra el muslo de esa mujer. Sus mejillas se ruborizaron por la vergüenza y por la pena que le provocaba tal acción. En verdad no quería que pensara que era un pervertido o que tenía malas intenciones. Solo era algo que ya no podía controla
. No era una niña o una adolescente que recién estaba descubriendo el mundo de la sexualidad. Era una mujer madura, era madre y alguien que ya había recorrido ese camino a plenitud. Nada más estaba un poco sorprendido por como se habían desarrollado los hechos de u