La lluvia caía con fuerza sobre la ciudad, golpeando el asfalto y creando charcos en las aceras. Emma caminaba con el abrigo raído bien ajustado sobre su cuerpo, aunque no le servía de mucho. El frío se le filtraba hasta los huesos, y la humedad hacía que cada paso se sintiera más pesado. No le quedaban muchas opciones. El refugio nocturno ya había cerrado sus puertas, y lo último que quería era pasar la noche en un callejón oscuro donde cualquier cosa podía ocurrir.
Apretó contra su pecho la bolsa de tela que llevaba con sus pocas pertenencias: una botella de agua medio vacía, una manta vieja y un par de prendas gastadas. Y, sobre todo, la única foto que le quedaba de su madre. Sus dedos, temblorosos, la acariciaron a través de la tela.
-Un día más -se dijo en voz baja-. Solo uno más.
Las luces de la ciudad parpadeaban a su alrededor. Desde la avenida principal, podía ver los enormes rascacielos donde la élite vivía sin preocuparse por el frío, el hambre o el miedo. Entre ellos, destacaba la imponente torre Laurent, el edificio más alto y elegante del país. Dentro de esas paredes de cristal y acero, la mujer más poderosa del país tomaba decisiones que movían la economía como piezas de ajedrez.
Helena Laurent no creía en la suerte, solo en el poder.
-¿Se han enviado los contratos? -preguntó Helena, sin levantar la vista de su pantalla.
-Sí, señora Laurent -respondió su asistente, ajustándose las gafas-. Todo ha sido revisado y aprobado.
-Bien. Asegúrate de que la junta esté lista para la reunión de mañana. No quiero retrasos.
-Por supuesto.
Helena tomó un sorbo de su café, sintiendo el amargor en su lengua. Todo en su vida era preciso, eficiente, sin margen para errores. No tenía tiempo para distracciones, mucho menos para sentimentalismos. Sin embargo, cuando miró por la ventana de su oficina, algo captó su atención.
En la acera de enfrente, junto a la entrada del edificio, una mujer de aspecto desaliñado trataba de protegerse de la lluvia bajo un toldo. Su ropa empapada se pegaba a su cuerpo, y sus manos temblaban. Helena estaba acostumbrada a ver pobreza en las calles, pero había algo en la forma en que aquella mujer se abrazaba a sí misma, en la manera en que miraba a su alrededor con una mezcla de desconfianza y desesperación, que la hizo fruncir el ceño.
No tenía por qué interesarle. No tenía por qué importarle. Pero lo hizo.
Emma trató de ignorar las miradas de desprecio de los empleados que salían del edificio. Estaba acostumbrada a ellas. Los ricos siempre miraban con asco a los que no tenían nada. Como si la miseria fuera contagiosa.
Se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar antes de que la seguridad la echara de allí. No era la primera vez que la sacaban a la fuerza de un sitio donde solo intentaba resguardarse del frío.
-No puedes estar aquí.
Emma alzó la vista. Un guardia la observaba con expresión severa.
-Solo me quedaré unos minutos -respondió, tratando de sonar firme.
-No es una opción -dijo el guardia, dando un paso hacia ella-. Tienes que irte.
Emma sintió la frustración arder en su pecho. No tenía fuerzas para discutir, pero tampoco quería salir de nuevo bajo la lluvia. Estaba a punto de decir algo cuando una voz femenina, fría y autoritaria, resonó detrás del guardia.
-Déjala en paz.
El guardia se giró de inmediato, y su postura rígida dejó claro que reconocía a la mujer que había hablado. Emma también la reconoció. ¿Cómo no hacerlo?
Helena Laurent.
La CEO más poderosa del país. La dueña de ese rascacielos y de media ciudad.
-Señora Laurent, solo estaba asegurándome de que-
-Que no moleste a nadie, ¿verdad? -Helena lo interrumpió con un tono cortante-. Pues no me está molestando a mí.
El guardia titubeó.
-Pero...