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El réquiem de un corazón roto
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El gran regreso de la heredera despechada
LA MUJER QUE ENTREGÓ SU VIDA AL DIABLO
ADVERTENCIA
Algunos personajes de la siguiente historia contienen posturas religiosas que pueden no acoplarse a las ideologías de ciertas personas. No pretendo ofender credos. Mucho menos, cambiar las creencias del lector, sino crear personajes interesantes, con visiones del mundo poco exploradas en la literatura.
El mal acecha el aire como águila salvaje, navega en las profundidades del agua, oculto entre los secretos del abismo; se extiende por toda la tierra como las raíces de un árbol. Está presente en cada rincón, desde donde gobierna al mundo entre las sombras, invisible a la percepción humana. El mal se infesta donde hay debilidad o la atracción inocente de un curioso. El mal busca puertas para propagarse, y, en esa noche tormentosa del 30 de octubre de 1984, había encontrado un portal abierto a las afueras de Perla Norte.
La fugacidad de las centellas iluminaba por milésimas de segundo, un aviso tallado en mármol a la entrada del complejo: «Asilo B’alam». Allí, rejas altas y puntudas servían de mallado protector al reconocido hospital psiquiátrico. Su arquitectura conservaba un estilo gótico tan marcado que, junto a las intimidantes gárgolas repartidas en las alturas y sumado a la niebla espesa en los jardines, hacían de la estructura el último destino que un cuerdo quisiera visitar. Incluso desde afuera, eran audibles los gritos desquiciados de los internos, algunos de dolor; otros, de diversión, de una diversión mortal y aterradora que sobrepasaba todo entendimiento.
El Pabellón Marbas era uno de esos sitios donde el miedo se confundía con la risa, una línea quebrada que significaba el inicio de un viaje sin retorno, donde la única escapatoria era la muerte. Por suerte para la paciente «666», identificada así en la pesada puerta oxidada de su habitación, su mente aún distinguía lucidez en medio de tanta irracionalidad.
El tamaño de la ventana no era suficiente para escapar, ya lo había intentado en múltiples ocasiones, además, la camisa de fuerza no lo hacía fácil; apretaba como soga al cuello y comprimía sus músculos y huesos. A pesar de que llevaba unos cuantos meses de encierro, trató fugarse de todas las formas posibles: por ventanas, por depósitos, por robo de llaves y por manipulación a los guardias; pero ninguna dio el resultado esperado.
No se permitiría pasar un día más allí. Día a día, el doctor Marbas, aumentaba el dolor en las terapias. Intentaba quebrantarla física y mentalmente, pero ella no era de las que cedían.
No a él.
No se entregaría a Marbas.
Se guardaba para otro señor, uno mucho más poderoso y temido que un presidente; ella esperaba por el rey. Y de no ser por las voces susurrantes que la mantenían en resistencia, hubiera cedido mucho tiempo antes.
Esa noche, los susurros tampoco faltaron. Iniciaron suaves, casi imperceptibles, sin embargo, lo suficiente audibles para despertarla de esa cama dura donde tanto le costaba conciliar el sueño. Nunca sabía de dónde venían, pero emergían con la noche, entre las sombras, hipnóticos, irresistibles. Las voces aumentaron en volumen de forma gradual, hasta que fueron tan retumbantes como un tambor. A ella no le molestaba en lo absoluto, al contrario, le parecían relajantes, liberadores; sobre todo por los mensajes que solían darle, al inicio inentendibles, mas con los segundos, tan claros como el agua.
«El momento llegó», escuchó en su cabeza.
Afuera del cuarto de la mujer, una figura se movió entre las sombras de la noche. No pasó desapercibida, el guardia del pasillo se percató de una presencia en el lugar. La sentía pesada, extraña. Giró a izquierda y derecha, adelante y atrás. No había nadie en el umbral. Entonces regresó la vista al frente, pero el mismo sentir lo embargó, erizándole los vellos de pies a cabeza. Intrigado, llevó la mano al cinturón, donde colgaba una linterna. Al encenderla, una luz blanca en forma circular se proyectó en el suelo. Dio pasos lentos por las celdas. Inspeccionó una por una, algunos internos lo veían con locura; otros dormían.
El vigilante continuó el recorrido, era el turno de la «666». Dudó por unos segundos, la mujer ya había intentado apuñalarlo en más de una ocasión. Tembloroso, acercó la mano a la rejilla y la deslizó con suavidad. Al apuntar con la linterna, dio un salto hacia atrás. La interna 666 lo veía directo, con sus ojos color noche, estáticos como piedra. No mostró expresividad. No hubo locura. No hubo ira. No hubo nada. Y si existía un sentimiento más mortal, era ese. La nada era vacía y sinsentido, difícil de explicar; oculta, cargada de misterio. Y la nada, junto a la cabellera desajustada de la mujer y las ojeras profundas en su rostro pálido, le provocaba al guardia pulsaciones frenéticas de temor.
—¿Piensas quedarte ahí mirándome toda la noche, maldita demente? —refutó, aún exaltado. No obtuvo respuesta, ni un parpadeo—. ¡Habla, maldita sea! —se exasperó.
Cero respuestas. El guardia dio dos pasos y quedó más cerca de ella. Le apuntó con la linterna, esa vez desde abajo. Como consecuencia, se proyectó hacia el techo una sombra macabra de la mujer.
—En la muerte está el regocijo de mi señor —musitó al fin, sin dejar de mirarlo.
Y sin darle oportunidad de comprender el significado de sus palabras, un brazo surcó el espacio entre ambos, empuñaba un cuchillo que le cortó el cuello en un movimiento horizontal. No hubo gritos. No hubo alarma. Mientras el cuerpo caía, la sangre brotó en medio de murmullos ahogados. Ahora el panorama era ocupado por un hombre de sonrisa macabra, de oreja a oreja; vestía idéntico al guardia recién asesinado.
—Andando —dijo mientras se acurrucaba y arrebataba las llaves al cuerpo ensangrentado del vigilante—. No hay mucho tiempo. El ritual debe cumplirse, es de suma importancia para el Aquelarre.
En medio de gritos de locura, aplausos y celebraciones disparatadas de los demás internos, el hombre de uniforme azul oscuro y gorra le dio libertad a la mujer al abrirle la celda.
—Media vuelta —demandó.
Ella obedeció, y de inmediato, el hombre realizó un corte vertical a la camisa de fuerza. La mujer dejó escapar un ligero ¡ahhh!, aliviada de ataduras. Tronó el cuello a cada lado, lo necesitaba. Al fin era libre de esa habitación oscura y gélida.
Con la indicación del hombre, se valieron de las penumbras para correr lejos de allí. No quedaría registro de la huida, las cámaras dormían. Los testigos no serían de mucha ayuda, las últimas neuronas que les quedaban habían sido freídas en las terapias con Marbas. Cuando burlaron la primera reja gracias al manojo de llaves, los esperó un pasillo extenso, tan largo que no parecía tener fin. Sin tiempo que perder, huyeron entre los goteos de las tuberías y el caminar de las ratas antes de que fuera tarde. Ya sentían las paredes juntarse, hasta el punto de casi chocar y aplanarlos. El Pabellón Marbas, generaba un efecto demencial en sus residentes, y si no salían de allí pronto, las alucinaciones comenzarían a apoderarse de ellos y les arrebatarían el control; llegó un momento donde el hombre se detuvo; la mujer, por inercia, también.
El uniformado, que medía mucho más que ella, posicionó ambas manos en puntos específicos del concreto, y entonces, con una fuerza que excedía su cuerpo escuálido, logró girar la pared. Ingresaron al pasadizo con rapidez; los esperaba un ducto. Bastó un movimiento de cabeza para que la interna 666 entendiera que debía ser la primera. No lo dudó, subió de inmediato. Un día más en ese lugar y su mente terminaría poseída. El hombre fue el siguiente. Viajaron a toda velocidad a través de la estrechez del conducto, hasta que dieron a parar en uno de los muchos contenedores de basura.
Salieron del recipiente maloliente con un salto. El acompañante de la reclusa paseó la mirada en todas las direcciones, el camino estaba despejado; durante ese momento, las luces de seguridad de los faros también dormían. Solo con las gárgolas como únicos testigos, escaparon por un hueco hecho con anterioridad entre las rejas oxidadas del Asilo B’alam. Allí, por una trocha lóbrega y desesperanzadora, los esperaba un hombre de traje formal, al volante de un Ford Capri color negro, al que subieron apresurados.
—Ponte esto —le dijo el conductor, al tiempo en que le entregaba una nueva muda de ropa.
El auto arrancó con una velocidad arrolladora por un camino alterno a la carretera principal. Se perdió entre la niebla. Huyó lejos del terrorífico manicomio, donde moría toda esperanza y raciocinio. La fuga había sido un éxito.
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El Ford Capri detuvo su andar frente a un portón de seguridad. El vigilante, en función de su deber, dejó a un lado la revista y bajó los pies de la pared. Se acercó a examinar de quién se trataba, pero entonces, las luces del vehículo se apagaron. Solo predominó la oscuridad, una con el ambiente. El conjunto se regía por reglas estrictas en cuanto a visitantes. Nadie entraba o salía sin pasar antes por él. Y a esa hora, que su reloj indicaba como las
«12:01 a. m.», en medio de la lluvia, era demasiado sospechoso recibir un visitante.
—¿Quién es? —inquirió, sin poder reconocerlos. Nadie respondió.
—¿Quién es? —volvió a preguntar. Tampoco hubo réplica.
El papel negro en los vidrios no le permitía ver más allá. El moreno de traje de seguridad resopló. Si quería identificarlos, tendría que acercarse. Por ello, abrió la reja y caminó a la puerta del conductor. Tocó el vidrio con el puño. Una. Dos. Tres veces. El resultado seguía siendo el mismo: nadie contestaba.
—Está bien, conque así quieren jugar. Tendré que llamar a la policía. —Dio media vuelta, irritado—. Desocupados.
Antes de que pusiera un pie en el andén, el auto encendió una vez más las luces, y se relajaron en él. Se sobresaltó por ello. Quiso girarse, pero entonces, el carro lo embistió contra el portón. El hombre rodó por el suelo tras el impacto.
La cabeza le dolía descomunalmente. Sentía las sienes inflarse y desinflarse tan rápido y constante como una pulsación. En medio del dolor, distinguió que abrían tres puertas. Dos de los rostros le eran desconocidos por completo, pero el tercero… el tercero deseaba no haberlo visto. La mujer le provocaba pesadillas en las noches; en carne y hueso, escalofríos quebrantadores; y al estar acompañada por dos hombres de mirada tan siniestra como la de ella, se sentía más tensionado que nunca.
—Imposible —musitó entre dientes, tan sorprendido como aterrado. Con todas sus fuerzas logró sentarse en el suelo, desde donde los observó, amenazantes—. Estás encerrada en el Asilo B’alam desde hace meses. ¡Te internaron por satánica! ¡Demente! ¡Loca! —Con cada calificativo destilaba su odio hacia la mujer—. Esto no es real.
—Hola, Angarita —contestó, con una mirada que le aceleró el corazón y una voz que le provocó un frío desgarrador. Era tan real como él; una pesadilla materializada en persona—. También es un gusto verte de nuevo.
La mujer le asestó una patada al rostro, y la cabeza del hombre volvió a chocar con las rejas de seguridad. El golpe había sido más fuerte esa vez. El vigilante no respondía, permaneció tendido en el suelo.
—Todo suyo, caballeros. Desde aquí me encargo yo. Los hombres asintieron.
—En la muerte está el regocijo de nuestro señor —hablaron al unísono, y se acercaron a recoger el cuerpo del guardia.
Sin obstáculos en el camino, la mujer dio pasos lentos y seguros a lo largo de la carretera. El frío la envolvía. Se mostraba tan complacida que tendió los brazos a cada lado, hasta que su atuendo se confundió con la noche y las ondas de agua generadas por su andar cesaron. No hubo más rastro de ella.
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La tormenta había alcanzado un punto máximo; era una lluvia incesante, arrolladora, como no se había visto desde hacía mucho tiempo en Perla Norte. Los rayos descendían con frenesí, para luego fragmentarse en otros más pequeños y deslumbrantes. Eran más amenazadores los truenos, que furiosos, sobresaltaban a un hombre sumido en el letargo y hacían que la cobija perdiera lugar sobre su cuerpo en una habitación de la casa 7-18 de la 16B. A pesar de vivir en una ciudad calurosa, la lluvia provocó el frío que muy rara vez lo visitaba. Esto obligó a Luis Galiano, antes de irse a dormir, apagar los ventiladores y arroparse con la cobija más térmica que tenía en su espacioso armario negro.
Las centellas se colaban por la ventana ubicada a unos pasos de los pies de la cama. Incluso la cortina no lograba detener el paso de la luz. Era despampanante, cegadora. Iluminaba por segundos el cuadro gigantesco que se alzaba sobre la cama de cabecera rústica, que tenía una apariencia antigua a causa del desgaste de la madera. En él, se podía observar con fugacidad, la foto de una pareja de cabellos oscuros. Ella usaba un vestido blanco con velo y él, un flus negro; era del día en que decidieron unirse por medio del matrimonio.
¡Crac-kaaa boom!
Un trueno mucho más potente que los anteriores atravesó las paredes de la casa y retumbó en toda la habitación. El hombre volvió a jadear. Las gotas de sudor se le deslizaban por su frente que se le veía arrugada debido a la expresión de fastidio en el rostro. De repente, un sentir siniestro lo comenzó a despertar, una mirada profunda sin origen. Sus párpados se abrieron poco a poco. Por suerte, el espacio sobrante en la cama matrimonial seguía desocupado. No sabía la razón, pero temblaba como nunca. Era esa sensación de acecho de nuevo. Una angustia sobrenatural que lo agobiaba durante las madrugadas y solo desaparecía al alba. Volvió a cerrar los ojos y respiró profundo en busca de tranquilidad. No lo consiguió. Esa noche se sentía real.
—Hola, Luis —escuchó el emerger de un susurro al rincón de la habitación.
De inmediato, llevó la cobija hasta la cabeza. Era una voz familiar. Demasiado familiar. Todo el cuerpo se le estremeció con temblores. Sentía el corazón a punto de salírsele del pecho. En lo profundo de sus pensamientos solo deseaba huir de la pesadilla, pero lo único cierto, era que, de su cita con el demonio, no había escapatoria.
—¿Me recuerdas? —inquirió con mayor volumen. No. No deseaba recordarla.
Ella era una parte de su pasado que se esforzaba por enterrar; no lo merecía. Sin embargo, por más que batallaba día a día por hacerlo, una parte de sí negaba la idea de abandonarla. Algo en Luis Galiano le hacía ver el mejor lado de las personas; le hacía creer que todos merecían otra oportunidad. Ese sentimiento al que llamaba humanidad y que en él abundaba; era tan grande, que se extendía a todos sus conocidos. Cualquiera era bienvenido a recibirla; mas, en ella, había muerto mucho tiempo atrás. No conocía el dolor. No conocía el amor. No conocía a Dios. Lo único que imperaba dentro de sí, era oscuridad.