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Ninguno había pensado antes en la palabra «efímero», hasta ese momento. Nunca sintieron que su amor sería así: pasajero, fugaz, perecedero.
Breve.
Así es nuestro paso por la Tierra. No tenemos asegurada la vida, pero sí la muerte. ¿Irónico, cierto?
A veces damos todo por sentado, nos tragamos palabras que podrían resolver todo y dejamos en el aire aquellas que lastiman. También vivimos cada día sin pensar que puede ser el último, en serio puede serlo, pero lo ignoramos porque no ha pasado nada.
Porque hemos tenido suerte.
Samantha se miró en el espejo y trató de respirar hondo, sintiendo un nudo en la garganta que la lastimaba. Era la misma sensación que aquel día, cuando discutió con su prometido y resistió un “te amo”, un “vuelve aquí”, un “hablemos” y ahora se ahogaba con esas palabras. Vestía un vestido negro de mangas cortas que llegaba hasta sus rodillas, unas zapatillas del mismo color y el cabello recogido, un poco desordenado. Ese día no se maquilló, no lo sentía necesario. ¿Para qué disimular las ojeras, si los ojos irritados e hinchados gritaban a los cuatro vientos que no había parado de llorar ni un día?
Estaba ahí de pie, con los ojos encharcados y un tumulto en la tráquea que le hacía arder la nariz y doler la cabeza. Estaba tratando de ser fuerte, pero el anillo en su dedo anular brillaba, capturando su atención como prueba de un futuro que no podrá ser.
Unos toques en la puerta la asustaron por unos instantes y se dio media vuelta, encontrándose con su madre. También vestía de negro, por supuesto. Ese día todos lo harían. La observó con una sonrisa apretada.
—Ya está todo listo, cariño —habló Anna—. Nos vamos cuando tú lo estés.
Sin darse cuenta, Samantha se encontraba dándole vuelta al anillo de compromiso y afirmó con la cabeza, fingiendo una sonrisa. Se miró por última vez en el espejo, tomó sus gafas de sol y un paraguas del color predilecto para aquella triste ocasión y se encaminó a la salida de su habitación.
—Estoy lista —mintió.
Salieron de la casa que pertenecía a la pareja y subieron al coche de Samantha, solo que esta vez manejaba su padre. Observó el camino, recostando la cabeza del asiento y suspiró, sintiendo una opresión en el pecho. Siguió jugando con el anillo en su dedo durante todo el trayecto y se estremeció de súbito.
Estaba allí de nuevo, esa extraña sensación. Miró a su padre, concentrado en el camino, a su madre de copiloto y a su hermana, Amanda, en la otra ventana. No había nadie tan cerca, pero así lo sentía. La mayor de las Grayson la observó, frunciendo un poco el ceño.
— ¿Estás bien? —murmuró y se quitó el suéter negro que tenía sobre su ropa negra, tendiéndoselo—. Parece que tienes frío, ten.
—Gracias —musitó, colocándose el suéter sobre sus hombros.
Llegaron al Cementerio del Calvario y su madre la ayudó a bajarse del coche plateado. Samantha observó el lugar tan lúgubre y el contraste que la naturaleza, tan llena de vida, le brindaba. Su hermana le tomó la mano con fuerza y se encaminaron hasta la zona donde sería el entierro, observando las lápidas y la gran cantidad de estatuas que habían: ángeles, santos, querubines, vírgenes María, Divino Niño, Jesús crucificado, José, arcángeles, cruces.
El panorama era una obra de arte fúnebre en definitiva.
El entierro empezó y todos se colocaron alrededor del ataúd. El cura empezó a despedir con un emotivo discurso a Dylan Reeves, aunque solo los padres parecían escuchar.
Dylan creía no tenerle miedo a la muerte. Sabía que de algún modo su día llegaría; pero allí de pie frente a un ataúd con su cuerpo inerte dentro, odió con cada fibra de su ser que lo consiguiera. ¡No era el momento! Incluso él lo sabía. No era hora de decir adiós, tal vez por eso aún seguía estancado en el mundo de los vivos viendo como todos lloraban su pérdida.
No podía creer que su existencia había acabado. No entendía el por qué seguía en la tierra. ¿Iría al cielo? ¿Dónde está la luz que lo guía hasta Dios? ¿Y dónde está Él? ¿Se quedará estancado aquí? ¿Iría al infierno?
¿Y qué rayos pasaría con Samantha?
Observó los rostros tristes y empapados de lágrimas de sus allegados, todos vestidos de negro y escuchando las palabras que decía el cura, frases que no llegaban a sus oídos porque solo lograba percibir a su prometida. Parecía ida, con lágrimas secas en sus mejillas, jugando con el anillo en su dedo. Le destrozaba el corazón verla así: hecha pedazos.
«Todo por mi culpa» pensó, derrotado.
Las cadenas empezaron a descender hacia la fosa a la que ahora pertenecería y sus ojos se llenaron de lágrimas. Observó a sus padres, quienes se abrazaban entre ellos para darse consuelo, a Leonard quien se acercó a Samantha al notar que empezaba a derrumbarse, a su primo Jack y a su cuñada, con quien nunca se llevó del todo bien.
Notó como Samantha parecía caer en la realidad y empezó a negar con la cabeza, tratando de acercarse al lugar. Se dejó caer de rodillas y Leonard se acuclilló junto a ella, pidiéndole que se calmara. Ella observaba la escena, aún sin poder creerse la situación. No paraba de temblar y de negar con la cabeza.