Libro de los Destinos

Libro de los Destinos

Gavin

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Capítulo

Sofía, una prometedora estudiante de gastronomía, lo sacrificó todo por su hermano Mateo, a quien los médicos diagnosticaron con parálisis tras un devastador accidente. Ella lavaba pisos y trabajaba duro, convencida de que su "sacrificio" era una dulce deuda por haber sido "salvada" por él. Una noche, un susurro y una risa familiar la hicieron detenerse. Al espiar, su mundo se hizo añicos: Mateo, el "lisiado", no solo caminaba con agilidad, ¡sino que montaba a caballo con su amiga rica, Valeria, en un exclusivo club ecuestre! La verdad se le vino encima: la parálisis era una farsa cruel, orquestada por ambos, que se burlaban abiertamente de su ingenuidad y devoción. La humillaron, la dejaron en la calle sin un centavo y Mateo, con una crueldad helada, se aseguró de destruir cada rastro de su vida y de quienes intentaron ayudarla. ¿Cómo pudo su hermano, a quien tanto amaba y por quien lo entregó todo, ser un monstruo tan desalmado? El dolor era insoportable, la confusión absoluta. ¿Qué había hecho ella para merecer semejante castigo y esta traición tan despiadada? Pero en las sombras, un misterio profundo acecha: extrañas visiones y el vago recuerdo de un "Libro de los Destinos" sugieren que la manipulación va mucho más allá de lo imaginable, y que la verdadera raíz de su tragedia está por revelarse.

Introducción

Sofía, una prometedora estudiante de gastronomía, lo sacrificó todo por su hermano Mateo, a quien los médicos diagnosticaron con parálisis tras un devastador accidente. Ella lavaba pisos y trabajaba duro, convencida de que su "sacrificio" era una dulce deuda por haber sido "salvada" por él.

Una noche, un susurro y una risa familiar la hicieron detenerse. Al espiar, su mundo se hizo añicos: Mateo, el "lisiado", no solo caminaba con agilidad, ¡sino que montaba a caballo con su amiga rica, Valeria, en un exclusivo club ecuestre!

La verdad se le vino encima: la parálisis era una farsa cruel, orquestada por ambos, que se burlaban abiertamente de su ingenuidad y devoción. La humillaron, la dejaron en la calle sin un centavo y Mateo, con una crueldad helada, se aseguró de destruir cada rastro de su vida y de quienes intentaron ayudarla.

¿Cómo pudo su hermano, a quien tanto amaba y por quien lo entregó todo, ser un monstruo tan desalmado? El dolor era insoportable, la confusión absoluta. ¿Qué había hecho ella para merecer semejante castigo y esta traición tan despiadada?

Pero en las sombras, un misterio profundo acecha: extrañas visiones y el vago recuerdo de un "Libro de los Destinos" sugieren que la manipulación va mucho más allá de lo imaginable, y que la verdadera raíz de su tragedia está por revelarse.

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El resultado positivo de la prueba de embarazo temblaba en mis manos. Llevaba tres años casada con Mateo y este bebé era la pieza que nos faltaba. Decidí que era el momento de decirle la verdad: yo era Sofía Alarcón, la hija del magnate de los medios más poderoso de México, Don Ricardo. Mi padre, por mi insistencia, invertiría en su empresa para salvarla. Pero todo se desmoronó con un mensaje. Una foto. Mateo abrazando a su socia, Isabella. "Celebrando nuestro futuro juntos. Te amo, mi vida." Mi corazón se detuvo. Y luego él entró. "Quiero el divorcio," soltó. No solo me dejaba, sino que se casaría con Isabella, porque según él, ella era hija del Senador Ramírez. "¿Estás escuchando la locura que dices?" le grité. La rabia me consumió. Mi mano se movió. ¡PLAF! Le di una bofetada. En medio de la discusión, me empujó. Caí. Un dolor agudo. La sangre. Estaba perdiendo a mi bebé. Desperté en el hospital, mi madre a mi lado, sus lágrimas confirmando mis peores miedos. "Lo siento mucho, mi amor. El bebé…" Él me lo quitó. Él y esa mujer. Me arrebataron a mi hijo. "Van a pagar. Se lo juro. Voy a destruirles." Y así, con el dolor aún fresco, les envié un mensaje. "Estoy lista para firmar el divorcio. Encontrémonos en el registro civil en una hora. Trae a tu socia. Quiero que todo quede claro." Llegaron radiantes, ella embarazada. Mateo me reclamó: "¿Y el bebé?" "Lo perdí." "¡Sabías lo importante que era ese niño para mí! ¡¿Cómo pudiste ser tan descuidada?!" La ironía me quemaba. Firmamos los papeles. Y diez minutos después, se disponían a casarse. "Disculpe, señorita," dijo la funcionaria a Isabella. "Hay un problema con su acta de nacimiento. Aquí dice que su padre es Ricardo… Ricardo A." Yo sonreí. "Qué extraño. Mi padre también se llama Ricardo Alarcón. Y recuerdo que una vez mencionó haber puesto a la hija de una empleada en su registro para ayudarla. Una niña llamada Isabella… Isabella García." El pánico en sus ojos fue mi primera victoria. Y la venganza, apenas comenzaba.

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En tres años de matrimonio, mi esposo Ricardo me engañó 187 veces. Llevaba la cuenta, no por masoquismo, sino como un recordatorio constante de la farsa de mi vida. Con nueve meses de embarazo, el peso de mi vientre era casi tan abrumador como mi desilusión. Ricardo me arrastró a una reunión de negocios, exigiéndome ser la "esposa perfecta" . Allí, bajo presión y con su aliento a alcohol en mi oído, me obligó a beber un tequila, a pesar de mi avanzado estado. "No pasa nada por un trago, mujer. No exageres", siseó. Inmediatamente, un calambre agudo y violento me recorrió el vientre. El parto se adelantó. Nueve horas de labor, sola. Ricardo me abandonó en la entrada de urgencias para "cerrar el trato" . Cuando nació mi hijo, pequeño y frágil, fue directo a la incubadora. Y Ricardo no estaba. A la mañana siguiente, mi suegra, Doña Carmen, entró a mi habitación. "Prendí la televisión. Arrestaron a Ricardo con otra mujer en una redada" . Esa fue la confirmación número 188. "Doña Carmen", dije con una calma que no sabía que poseía. "Quiero el divorcio". Ella me miró, y no encontró ninguna duda en mi rostro. "Te ayudaré", dijo finalmente, con la voz firme. En los días siguientes, apenas miré a mi hijo en la incubadora. No podía permitirme amarlo. Él era la llave para salir de esa jaula de oro. Yo me iría sin nada, como llegué a este mundo. Cuando Ricardo apareció, en lugar de preguntar por el bebé, exigió una prueba de paternidad. Fue entonces que abrí los ojos. No iba a llorar, ni a gritar. Solo iba a ser libre.

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