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El día había llegado demasiado pronto. Era esperado con una sensación desconocida en la vida de un ser, tan mortal como sensible y apartado de algún gesto de desaire, de la mezquindad de pensar en alguna arrogancia, en algún asomo de egoísmo. Era esperado ese día, además de la esperanza prendida en el futuro que se visualizaba triunfante, con el gran sabor laboral de un compromiso que recién había adquirido. Era la gran responsabilidad de trabajo recóndito, el responsable de aquel apartado momento, el que decididamente llegaba sin decir nada.
Aquella tarde, en la empinada geografía de Buenaventura, se presentaba aquel presente soñado, tomado de las manos de un sol que, con crecida timidez, calentaba débilmente y susurraba su calor con galantería como, para en vez de cumplir la misión establecida, querer acariciar a quienes se presentaban en su dominio. Era la tarde que prometía el futuro, ese que llegaba en un sonoro vehículo que, lo más lento posible, había robado eternas horas de un tiempo delicado para propiciar una llegada que había sido planificada desde hacía ya varios días.
Rodrigo, detenido ya el rudimentario transporte, respiró profundamente y, cerrando fuertemente los ojos, permaneció estático por largo rato, atrapado en las tinieblas que se procuraba; cómo queriendo reconocer el tiempo aún no llegado, el cual quería, por sobre todas las cosas, que fuera colmado de muchos éxitos. Rodrigo había llegado a aquella parte de la serranía, para ejercer una profesión que recién estrenaba. Las demás personas descendían de la unidad con extrema lentitud, todos estaban agotados por el extenuante viaje realizado desde la capital del Estado. A sus ojos llegaba una plaza muy amplia, colmada de muchas personas que, en todas direcciones, caminaban callados. Al mismo momento de la llegada de aquella maltrecha unidad del transporte público, lo hacía otra, pero mucho más moderna; desde la capital de otro Estado, donde hacían vida comercial muchas personas de aquel poblado. De este, bajaban los pasajeros con suma rapidez. Mientras lo hacían, Rodrigo pudo notar que la felicidad y la complacencia se reflejaban en sus rostros, contrario a los rostros de sus compañeros de travesía y también el suyo, los cuales expresaban el desgano de lo incómodo, un gesto que en ese momento no sabría explicar. Solo miraba a aquel pueblo que, desde ese día, representaría su hogar por un tiempo aún no determinado, tal vez brevemente, posiblemente para toda la vida.
Cuando hubo tocado por vez primera aquel suelo de grandezas, sintió la fría brisa que a esa hora transportaba el desnudar de un tiempo refrescante, que se disponía de un clima delicioso. Dejó que la brisa bañara todo su cuerpo, como sagrada bienvenida llegada desde la gloria, para palpar sutilmente ese inolvidable momento de su llegada a la tierra que vio nacer a su padre y a muchos de sus antepasados y que desde niño, siempre soñó con conocer. Las personas caminaban a su lado, como lo harían al caminar al lado de cualquiera, nadie se percataba de que un extraño se agregaba a esa comunidad, ya que cada cual, pendiente de lo suyo, era precisamente de eso de lo que se preocupaba.
Inmediatamente frente a sí, estaba un lindo templo, una iglesia que cargaba todos los años del mundo, misma que era dueña de una extraordinaria historia y también de una estructura majestuosa. Había escuchado hablar de esa iglesia en muchas ocasiones, también había leído de ella en los diarios, de una restauración cuestionada que le hubo secuestrado el encanto de lo antiguo, para darle paso forzado, a un modernismo sin razón alguna. La iglesia llevaba el nombre que también poseía un tío suyo, Juan Bautista. Al poco rato, caía la noche trayendo con ella, una densa neblina propia de los primeros meses del año. Rodrigo, tomando su pesado equipaje, dirigió sus pasos hacia un sitio que no conocía. Le costó mucho dar con la dirección, así que se trasladó hacia el centro asistencial que desde el día siguiente habría de acogerlo por un tiempo indeterminado, dándose a conocer. Se presentó como el nuevo profesional que ocuparía aquel cargo asistencial, que llevaba algunas semanas sin ocupante alguno. Alguien le acompañó hasta el destino procurado. Por fin había llegado a aquella residencia antiquísima. Se trataba de una modestia casona, vetusta, pero que guardaba una arquitectura que, a pesar de lo añoso y rudimentaria, no dejaba de ser exquisita. Estaba desde ese momento, frente a lo que desde ese día habría de ser su habitual residencia. Esa noche descansó, más no pudo dormir, era presa de inmensos sobresaltos, ya que lo novedoso le exasperaba e incomodaba como siempre. El sueño se hizo presente bien entrada la madrugada, prácticamente, cuando ya faltaba poco para el alba.
Bien de mañana, se dirigió al pequeño centro asistencial que sería el lugar de sus sueños profesionales, donde con gran acierto comenzaría resolviendo las apremiantes situaciones relacionadas con los problemas de salud, mayormente en los más necesitados. Cada vez estaba más enamorado de su profesión, si, era amor lo que sentía al ejercer su carrera. Ya antes había hecho algunos trabajos ocasionales, suplencias de pocos meses de duración; pero que había bastado para redescubrir que para ello había nacido. Amaba su trabajo, sentía que al hacerlo, no trabajaba sino que se divertía. El lugar era una edificación de una sola planta, distribuido de tal manera, que cada cosa permanecía en su debido lugar. En cada rincón de ese sitio existía una gran caga de hermandad y altruismo. Del mismo modo, en cada parte de su cuerpo existía un aire de dedicación, un destello de vocación victoriosa, unas ganas pujantes de querer ayudar a quien necesitara de una atención oportuna y desinteresada y el orgullo desmedido de llevar a cuesta una bata blanca. Era ese el mundo donde sabía que iba a ser feliz, el lugar que realmente lo iba a ser feliz. Llegaba a aquel sitio que albergaría lo que adoraría por siempre, a saber, su trabajo, sus pacientes; los mecanismos utilizados para salvar vidas. Existía también el teléfono, desde donde, de vez en cuando, llamaría para estar en contacto con su familia.
El tiempo transcurría de esa manera tan importante para él sin que nada ni nadie perturbara su existencia. En cuanto a sus diversiones, no exigía mucho de la vida, leía los pocos periódicos que lograba adquirir, ya que tan pronto aparecían en el único puesto de ventas de aquel entonces, se agotaban de inmediato. En cuanto a lo que a su debilidad se refería, a las mujeres; desde que hubo llegado había despertado el entusiasmo en varias de ellas, e inmediatamente comenzó a hacer amistad con algunas. También disfrutó de fugaces romances, y una que otra relación pasada de tono. No se comprometía sentimentalmente aún, no nacía un sentimiento amoroso perfecto que decidiera engalanar la vida de aquel joven que no se dejaba envolver por ese entonces, por la delicada fragancia del amor.
Una tarde descubrió algo sorprendente, lo que siempre había soñado y que nunca creyó que existiese. Era ya casi de noche, cuando se asomó a la ventana que daba a la calle y, sin tiempo a pensar siquiera, miró a la mujer más bella del mundo. Aquel ser maravilloso poseía un cuerpo perfecto, que parecía sacado de algún cuento de fantasía divina. Era casi irreal a no ser porque estaba allí, presa fácil de su glotona mirada. Ella, de espaldas a él, conversaba plácidamente con alguien que desde su ubicación no se lograba distinguir, pero por las voces que llegaban, se trataba de otra dama. Aquella ensoñación estaba de pie. Su vestimenta consistía en una falda de satén cortísima, una blusa sedosa sencilla y unas babuchas de pana que le entretenían los pies. Bajo aquel manto, el precioso cuerpo era contenido, pero no ocultado. Su hermosura no tenía igual a los ojos de aquel muchacho que, a pesar de su corta edad, de belleza femenina sabía demasiado.
Rodrigo acarició con su mirada a ese monumento, a la belleza que se movía con gracia, haciendo unos ademanes transfundidos de coquetería mientras emitía una suave voz que llegaba presurosa a sus oídos. Cuando el perfecto cuerpo de aquella señorita se ubicó de frente, lo que el joven llegó a observar lo dejó sin respiración, lo transportó a un mundo irreal, le hizo ver a la belleza extrema representada en aquel ser angelical que le había robado la ternura a un lucero y la inspiración a la luna. Cómo era linda aquella mujer que Rodrigo miró aquella noche, la misma que le hubo propiciado el deseo de mirarla por siempre. Ella, sin proponérselo, descubrió a su vez a un joven que, asomado a una ventana, respiraba el aire de la recién llegada noche y, contemplándolo con curiosidad por ser la primera vez que le miraba, sintió un leve agrado por él. Le miró largamente y, sin ocultar lo sentido, dejó que su mirada se posesionara del rostro candoroso de aquel hombre que le hubo inquietado. Repentinamente, no sabiendo a ciencia cierta el porqué de esa reacción, dejó de mirarlo bruscamente para refugiarse en el interior de la casa.
Fue testigo fiel de aquel episodio colmado de amor, la noche de encantos que había descubierto en una primera mirada, a la armonía del amor que nace, al renacer de la esperanza, a la maravilla de sentirse vivo. El frío abrazó a Rodrigo, quien se durmió de inmediato colmado de la satisfacción que a él llegaba y que tenía cuerpo de mujer. Desde ese entonces, salvo los días que tenía que permanecer en el Centro de Salud, dedicaba largas horas a mirar el cielo nocturno de Buenaventura, como un pretexto huidizo para contemplar a la mujer que le robaba el amor. Si, se había enamorado de una visión, de la presencia sublime que era en extremo, bella. Nació de ese modo en el corazón de Rodrigo, el amor, para permanecer allí por el resto de su vida. A su edad, pensaba que para que llegase el amor deberían suceder demasiadas cosas antes, pero en realidad eso no se espera, el amor llega en el momento que cree más oportuno y el que es glorificado por siempre.
Zoraida también procuraba, día a día, encontrase con aquella mirada prófuga de la noche, aquella mirada que la envolvía dulcemente entre halagos callados, y que, dueña de una intensa timidez hasta entonces descubierta, se disolvía en la extensa y fría noche serrana, sin materializarse en alguna conversación trivial, sin significar algo más que solo miradas. Nunca pensó Rodrigo que el amor llegaría así, sin aviso alguno. Jamás se imaginó que sería sorprendido por una deidad que hubo llegado a él una noche que pasaría a la historia a través de una mirada que se había transformado en una mirada de amor. Zoraida, irremediablemente se sentía atraída por aquel joven elegante y bien parecido, amén de preparado profesionalmente. Se trastornaba hasta con el pensamiento, ya que bien sabía que no era amor lo que sentía.
Estaba segura aquella bella joven, de que se trataba solo de una intensa atracción por un cuerpo, de que era una sensación no experimentada anteriormente, ya que, por supuesto, no había un antes. No existía en su cuerpo huella alguna, lo lucía en una virginidad que llevaba tanto en el cuerpo como hasta entonces, en el alma. Se trataba de una sensación nunca antes experimentada lo que estaba sintiendo. Y lo más incomprensible, era que aquello que sentía, le gustaba demasiado. Le enloquecía todo aquello. La desquiciaba, le atraía grandemente el físico de aquel varón. Le gustaba mucho y, a no ser por un importante detalle, se diría que estaba enamorada de él. Era un detalle sagrado, era un detalle dantesco para Rodrigo y hasta ese momento también para ella; su corazón, su alma y su amor pertenecían a Roberto, a su novio; al hombre a quien amaba con el amor inocente de sus dieciocho años. Con un amor divino, delicioso y perseverante que producía el encanto de mirar hacia el futuro, donde una familia prometía el calor de un hogar en brazos del matrimonio.
Si, Zoraida tenía novio, era su novio de toda la vida a quien amaba, pero se sentía físicamente atraída por Rodrigo. El novio de Zoraida trabajaba en una gran ciudad. Cada quince días, viajaba a su tierra natal, donde vivía su familia y donde habitaba, además, el gran amor de su vida. Se conocían desde que eran niños. Desde la más tierna infancia habían compartido tanto ellos como sus padres. Habían sido vecinos y grandes amigos desde siempre. Él tenía dos años más que ella. Se habían enamorado en los relucientes momentos colegiales y continuaban de esa forma, enamorados eternamente. Pero para Zoraida, aquella embriagante noche de rocío y de encantos fascinantes, había dejado colar la duda, el complicado pasaje de su vida, el sentimiento que se debatía entre el amor puro e inocente, y la gran atracción física hacia un hombre que le gustaba demasiado.
Quiso como castigo hacia lo que a todas luces se vislumbraba inevitable, flagelar su cuerpo atrevido; pero la brutalidad de ese pensamiento no coincidió con su raciocinio. Sintió rabia hacia sí misma, pues no debería haber dudado del amor sagrado, ya que no en vano era este sentido en su alma y en su corazón. ¿Dónde quedaba el misterioso culto hacia el respeto, la consideración y la fidelidad que habían nacido en ella como fertilizantes de la verdad que cultivaba al amor que a sus vidas habían llegado? Era amor lo que sentía, nunca habría de dudarlo. Pero ¿qué pasaba ahora en su ya atormentada vida? ¿Qué tormento se había anidado ya en ella? No podía dejar de pensar en aquel joven de ojos de intenso negror, de cara angelical y de delicado aroma natural, que a su vista había llegaba noche a noche y que le llamaba poderosamente la atención.
¿Sería acaso una jugada cruel de la vida?, lo cierto era que, salvo las noches de guardia o de viajes, ella salía sin decidida y sin importarle nada ni nadie, a esperar las miradas cautivas de Rodrigo, que la transportaban a la gloria de lo prohibido. Le gustaba mucho, sentía que, si no le mirase allí en esa ventana ya adorada por ella, desfallecería de inmensa pena; pero amaba a su novio, lo que se trasformaba en un inmenso dilema, monstruoso por demás, que le carcomía la tranquilidad hasta ese entonces bien llevada, lo que le inquietaba la poca calma que le quedaba. Vacilaba su vida entre dos determinaciones, el amor y el gran deseo de vivir, de sentir. En las noches de eternas penumbras, el sueño abandonaba a Carolina y, su amigo secreto, el insomnio, le atrapaba en sus redes y le hacía dar vueltas y más vueltas en su cama, hasta desesperar y llorar por la situación inusual que le entonces le planteaba la vida. Le era difícil perder la fe en sí misma, dudar de lo sentido, dejar de pensar en aquel hombre que la trastornaba y a la vez, en su novio.