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Amor en el infierno

Amor en el infierno

Edgar Romero

5.0
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6
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30
Capítulo

Enamorarse no es fácil, peor cuando se elige a la persona equivocada. Un contrato de matrimonio obliga a una mujer estar encadenada a un hombre cruel, déspota y tirano quien la humilla y maltrata, pensando que ella es de su propiedad. "Amor en el infierno" es una novela apasionante, con mucho suspenso, drama, romántica y fuerte. El matrimonio de Cristina cambió y de lo dulce y mágico que era, se convirtió, de repente, en un infierno, por el trato cruel de su marido, un CEO súper multimillonario, dominante, que consideraba a su mujer, simplemente como un objeto. Donatello, el marido, abandona el lecho conyugal, y se aficiona a otras mujeres y borracheras, despilfarrando su fortuna. Ella cansada de los maltratos de él, decide dejarlo y luego de separarse, sostiene un romance con un cantante. Herido en su orgullo y amor propio, Donatello, se suicida. La vida, entonces, de Cristina se derrumba ante sus ojos luego que sus hijas la abandonan acusándola de responsable de la muerte de su padre. Aparece entonces, el hermano de Donatello, quien aspiraba hacerse del imperio del CEO y convertirse en el hombre más poderoso del mundo. Desengaño, contrato de matrimonio, romance, dolor, angustia, acción y suspenso, se suceden en esta apasionante novela "Amor en el infierno".

Capítulo 1 I

¡¡¡¡Pum!!!!

El balazo remeció toda la casa, trepidaron los vidrios y ladró Sansón aterrado. Desorbité los ojos sumida en el pánico, sentí rayos y relámpagos estallando en mi cabeza y una horrible campanada empezó a martillar mi cráneo, aplastándolo sin misericordia. Quería gritar espantada pero mis pies estaban encadenadas por el miedo y el terror y ni siquiera atiné a parpadear. Quedé congelada como una pegatina en el silencio, y sentí que todo se hacía oscuro, se apagaban las luces, y yo caía a un abismo profundo y aún más tétrico y horripilante.

Mi corazón empezó a saltar del busto, queriendo salirse por mi garganta, presa, también, del pánico. Busqué auxilio en Gladys, la cocinera, pero ella estaba tan o más aterrada que yo, con la quijada descolgada en su cara, pálida y los ojos a punto de explotar igual a un globo.

La imagen no la puedo olvidar. La tengo clavada en medio de mis sesos. Después que subí los peldaños, dando tumbos, tropezándome con mi propia inercia, lo encontré a él, a mi marido, sentado en la cama, mirándome fijamente, con una sonrisa larga, irónica, dibujada en la boca, el cráneo abierto, despedazado, de un balazo que él mismo se disparó en la sien. Y en medio de mi grito aterrado, me pareció oírle decir, -es tu culpa, mujer-

Eso me hizo gritar aún más.

*****

Un año después, recibí la llamada que tanto esperaba. Temblé de emoción y no pude contener el llanto.

-Voy a ir a, mamá, no te preocupes-

-Me haces la mujer más feliz del mundo, hija-, hice fuerzas por no llorar.

-No es para tanto, mamá, ya sabes que te quiero mucho, iré con Sabrina-

-Es que no las he visto a ustedes mucho tiempo-, empecé a sollozar.

-No llores mamá, o me enfado y no voy-, se molestó Tatiana y colgó luego de mandarme un gran besote.

No lo podía creer. Apreté los puños emocionada y me puse a brincar alborozada, tirando mis largos pelos al aire. Chillaba presa de la euforia y corrí de prisa, saltando, donde Violeta, la mucama de la casa. Arreglaba mi cuarto con mesura, tendiendo los edredones, acomodando mis peluches, y recogiendo los vidrios rotos porque en la noche, asaltada por una pesadilla, se me cayó un vaso con agua.

-¡¡¡Vienen todas!!!-, le dije eufórica, abrazándola y colmándola de besos.

-¿Está segura, señora?-, desorbitó los ojos Violeta. También se emocionó.

-Sí, Tatiana me acaba de confirmar que viene y me aseguró que vendrá con Sabrina, que incluso la traerá aunque sea a rastras-, le dije encharcando mis ojos de lágrimas.

Roxana y Deborah ya me habían prometido, horas más antes, que irían a mi cumpleaños. -Sí, mamá, sí vamos a ir-, me aseguró Roxy en forma lacónica, pero para mí era suficiente porque esas seis palabras me resultaban un diccionario entero luego de padecer tanta desilusión teniéndolas tan lejos de mí.

Llamé a Vicky, mi secretaria, y le dije que no iría a la oficina, que iba a arreglar la casa porque mis hijas iban a venir a mi cumpleaños.

-No te puedo creer, Cristina, ¿estás segura?-, fue escéptica Vicky.

-Sí, esta vez es cierto, vendrán-, dije. Mi corazón parecía un timbre repicando en mi pecho y eso me volvía más y más alborozada.

Mis hijas se fueron de la casa esa aciaga noche que Donatello, su padre, se voló la tapa de los sesos. Yo estaba en la cocina con Gladys, viendo la cena, cuando escuchamos la explosión remeciendo las paredes y las ventanas. La cocinera y yo nos miramos boquiabiertas, pálidas con los pelos de punta, y fuimos dando trancos hacia el cuarto que ocupaba mi marido, en el tercer piso.

¡Qué largo se hizo eso! Los peldaños de la escalera seguían apareciendo una y otra vez frente a mis ojos, alargándose, haciéndose una escalinata sin fin, cuando, en realidad, son tan solo diez escalones, pero esa vez me parecieron más de mil, y estaba convencida que nunca llegaría al dichoso cuarto que ocupaba Donatello desde hacía un año, cuando nos separamos de cuerpo, luego que me acusó de engañarlo y serle infiel.

En esa correría a su cuarto, recordé que decidimos seguir viviendo bajo el techo porque las niñas recién habían cumplido los 18 años y estaban en una edad difícil. Él fue que me dijo, incluso que ya no me quería, que yo le resultaba mala y hasta que me aborrecía por mi forma de ser.

La puerta de su cuarto estaba cerrada y la abrí a patadas y allí estaba Donatello, sentado en al cama, sin vida, con su cráneo hecho un millón de pedazos.

En su regazo había una nota que decía apenas, "mi mujer me engaña".

Fue una tragedia. Mis hijas me culparon del suicidio de su padre, me enrostraron que ellas eran muy felices con él y después del entierro se fueron de casa, dejándome sola, sin marido ni hijas.

Con Donatello levábamos casi 20 años de casados. Él tenía 42 y yo apenas 19, cuando decidimos contraer nupcias. Yo era muy joven, me dedicaba a la música, tocaba el trombón en una orquesta femenina, y estaba perdidamente enamorada de él, incluso dejé a mi anterior enamorado, al que había jurado amor eterno, por preferirlo a él. Era enorme como un cerro, campeón de atletismo, dueño de un poderoso grupo económico, el mayor consorcio de industrias y comercios del país, igual a una divinidad helénica. Yo estaba tan deslumbrada de Donatello que le di el sí , empeñando toda mi vida a él.

Tuvimos cuatro hijas. Las cuatro tienen la misma edad, nacieron el mismo día, pero no son cuatrillizas, je. En realidad son dos parejas de gemelas. Yo alumbré a Roxana y Sabrina un 15 de agosto, apenas un año después de casarnos. Me embaracé en la misma luna de miel en un paradisíaco hotel en República Dominicana. Fue un parto muy complicado a despecho de mis 20 años, tuve dolores desde dos días antes y sentía que mis entrañas se deshacían en medio de un volcán en plena erupción, sin embargo ellas nacieron muy bien, sanitas, fuertes, con excelente peso y tan hermosas como la madre.

Tatiana y Deborah también son gemelas y habían nacido el mismo día y hora que mis hijas, un 15 de agosto, aunque, claro, en un hospital distinto. Yo no lo sabía y era ajena totalmente a la vida de ellas. Exactamente tres años después, Donatello me dijo que íbamos a visitar al albergue que una de sus empresas, la más poderosa, le brindaba apoyo económico.

Yo ensayaba con mi trombón, tumbada en la cama, porque el fin de semana se presentaba Besos de Caramelo, mi agrupación salsera, integrada por mujeres, y yo era la directora.

-Ay, anda tu solo-, le dije, pero Donatello era un macho dominante, divo, igual a los grandes generales romanos. Me arranchó el trombón y volvió a decirme, con ese vozarrón propio de un violento huracán, -vístete que nos vamos, ahora-

No es que le tuviera miedo o le fuera sumisa, sino que le tenía fascinación a Donatello, estaba rendida a su forma de ser, a su estampa hercúlea y me encantaba que fuera dominante y arrollador. Apenas cinco minutos después, estaba lista, metida en un vestido oscuro, pantimedias, zapatos cerrados, mis pelos resbalando a mis hombros, bien maquillada y ensanchando una larga y apetitosa sonrisa.

-Eres muy hermosa, Cristina-, me besó Donatello, rendido a mi magia, acaramelado a mis labios e imantado a las curvas que rebasaban el estrecho vestido.

Donatello hizo entrega de un millonario cheque a la institución y la directora del albergue nos pidió recorrer los ambientes donde jugaban los pequeñines huérfanos, sin hogar, que eran acogidos y atendidos, prodigándoles todas las atenciones.

Yo iba colgada del brazo de Donatello, cuando las vi, a Tatiana y a Deborah. Ellas jugaban en su corralito, divirtiéndose con unos bloques que alineaban junto a sus piececitos, encandiladas, con sus ropitas igualitas.

Eran idénticas a mis hijas naturales. El mismo pelo largo lacio, las miradas traviesas, las risitas jocosas y divertidas y las manitas inquietas, alineando los bloques, maravilladas de lo que hacían.

-¿Y esas gemelas?-, le pregunté a la directora de la institución.

-Oh, ellas llegaron hace tres años, casi recién nacidas, sus padres murieron, no tienen familia ni cercana ni distante, una tragedia, pero ya ve son muy lindas -, me dijo ella emocionada. Y las pequeñitas me miraron sin despintar sus risitas y pintándose de fiesta sus ojitos.

-Ya tienen hogar-, le dije a la directora.

-No, aún no tienen-, me aclaró.

-Usted no me entiende, ya tienen un hogar, vivirán desde ahora con nosotros-, le anuncié.

La directora miró a Donatello. Él estaba con los brazos cruzados, el rostro ajado, la boca arrugada y la mirada altiva, fulgurando poderosos destellos de sus pupilas, indiferente e impávido como siempre.

-Vicky se encargará de todos los trámites, señora directora-, no más dijo él.

Un mes después, las cuatro niñas se reían en el salón de juegos de la casa, aplaudían emocionadas, rodeándome encandiladas, mientras les tocaba divertidas melodías con mi trombón.

-¿Cómo es posible que las cuatro hayan nacido el mismo día y sean tan idénticas?-, estaba admirada Gladys.

-A veces el destino es así de irónico-, reía yo.

Era difícil diferenciarlas. Con Roxana y Sabrina no tenía problemas porque yo las había parido y sabía quién era quién, pero con Tati y Deborah sí me era complicado hasta que descubrí que una, Deborah, achinaba sus ojitos para todo, para reír, llorar, cantar, jugar y pedir. Entonces ya no tuve problemas.

Las cuatro celebraban su cumpleaños el mismo día. Desde temprano adornábamos la casa con globos y cadenetas y contratábamos payasos y animadoras. Gladys hacía un pastel enorme con los nombres de ellas en cada piso y con Burt y Michael, los encargados de seguridad de la casa, levantábamos a las gemelas, uno cada uno, para que pudieran apagar las velas entre las risotadas y aplausos de su centenar de amiguitos y sus mamás que colmaban la sala.

Sabrina, Roxana, Tatiana y Deborah se llevaron de maravillas, se hicieron inseparables, lo compartían y se ayudaban en todo. El primer día de clases de ellas fue muy emocionante e inolvidable. Con Violeta las vestimos y le tomamos muchos selfies, cargando sus mochilitas. Les hicimos trencitas y les pusimos listoncitos.

-¿Por qué hay que ir al colegio, mamá?-, protestó Tati. Era la única que estaba remolona por ir a clases.

-Para que aprendan mucho y sean una gran empresaria como su padre-, le dije arreglando su mandilito.

-Yo quiero tocar el trombón como tú, mamá-, me abrazó Deborah.

-No, hijita. Las cuatro van a ser profesionales. Yo no estudié ninguna carrera y me arrepiento de eso, pero con ustedes será diferente, de eso pueden estar seguras-, les dije.

El colegio estaba muy cerca de la casa, pero Donatello insistió que Michael fuera con nosotras. Violeta se encargó de dos y yo de las otras dos y cantando y riendo fuimos hasta la puerta de la escuela.

Ninguna de las cuatro niñas lloró. Solo yo.

No pude evitarlo. Estaba totalmente prendada de ellas que no podía dejar que las apartaran de mi lado. -No llores, mamá, nos portaremos bien-, se conmovió de mi llanto Sabrina.

-Lo sé, mi amor, es que son tan lindas-, les dije.

-Te traeré dulces mamá-, me prometió Deborah, achinando sus ojitos, lo que me despeinaba y hacía que mi sangre revoloteara febril en las venas.

Violeta nos tomo numerosos selfies y las auxiliares se llevaron a mis niñas. Y las vi perderse, riendo, caminando apenitas, por el patio del colegio. Entonces me puse a llorar a gritos.

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