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Mi esposo y mi hijo estaban patológicamente obsesionados conmigo. Constantemente ponían a prueba mi amor prodigándole atención a otra mujer, Kassandra. Mis celos y mi miseria eran la prueba de mi devoción.
Luego vino el accidente de coche. Mi mano, la que componía bandas sonoras premiadas con el Ariel, quedó gravemente aplastada. Pero Jacobo y Antonio decidieron priorizar la herida leve en la cabeza de Kassandra, dejando mi carrera en ruinas.
Me observaban, esperando lágrimas, furia, celos. No obtuvieron nada. Yo era una estatua, mi rostro una máscara plácida. Mi silencio los perturbó. Continuaron su juego cruel, celebrando el cumpleaños de Kassandra por todo lo alto, mientras yo me sentaba en un rincón apartado, observándolos. Jacobo incluso me arrancó del cuello el relicario de oro de mi difunta madre para dárselo a Kassandra, quien luego lo aplastó deliberadamente bajo el tacón.
Esto no era amor. Era una jaula. Mi dolor era su deporte, mi sacrificio su trofeo.
Tumbada en la fría cama del hospital, esperando, sentí morir el amor que había cultivado durante años. Se marchitó y se convirtió en cenizas, dejando atrás algo duro y frío. Estaba harta. No iba a arreglarlos. Escaparía. Y los destruiría.
Capítulo 1
El esposo y el hijo de Alexia Garza estaban patológicamente obsesionados con ella.
Tenían una forma muy extraña de demostrarlo.
Jacobo Cárdenas, su esposo, un magnate tecnológico, y Antonio, su hijo de diez años, ponían a prueba su amor constantemente. Fingían indiferencia, colmando de atenciones a una joven y ambiciosa ejecutiva de la empresa de Jacobo, Kassandra Montes.
Necesitaban ver a Alexia sufrir. Sus celos, su miseria… eran la prueba de su devoción. Era la única forma que conocían de sentir su amor.
Alexia entendía su enfermedad. Durante años, la había soportado con paciencia, creyendo que podía arreglarlos. Creyendo que su amor podría sanar su retorcida forma de necesitarla.
Estaba equivocada.
El ciclo de crueldad había ido en aumento. Empezó con cosas pequeñas: citas canceladas, "olvidar" su cumpleaños mientras celebraban públicamente el ascenso de Kassandra. Luego creció.
El punto de quiebre llegó un martes lluvioso.
Fue un accidente de coche. Uno muy grave.
Alexia conducía, con Jacobo y Antonio en el coche. Kassandra iba en el asiento del copiloto, un espacio que solía ser de Alexia. Un camión se pasó un semáforo en rojo, embistiéndolos por su lado.
El mundo se volvió un caos de cristales rotos y metal retorciéndose.
Cuando Alexia recuperó el conocimiento, el costado de su cuerpo estaba entumecido. Su mano derecha, la mano que componía bandas sonoras premiadas con el Ariel, estaba atrapada, aplastada contra la puerta. Kassandra gritaba, una herida en su frente sangraba de forma dramática.
Llegaron los paramédicos. Uno de ellos miró la mano de Alexia, luego la cabeza de Kassandra.
Su rostro era sombrío.
—Tenemos que llevarlas a ambas al hospital, ahora. Señora —le dijo a Alexia—, su mano está gravemente aplastada. Necesita cirugía especializada inmediata para salvar los nervios.
Se volvió hacia Jacobo.
—Pero la otra señorita tiene una herida en la cabeza. Tenemos que priorizar.
El médico de urgencias en el Hospital Ángeles fue aún más directo.
—Señor Cárdenas, tenemos un equipo quirúrgico listo para este tipo de trauma. La mano de su esposa requiere una microcirugía de nervios muy compleja. Cualquier retraso reduce significativamente la posibilidad de una recuperación total. La señorita Montes tiene una conmoción cerebral y una laceración profunda. Es serio, pero no tan urgente.
Le estaba pidiendo a Jacobo que tomara una decisión.
Antes de que Jacobo pudiera hablar, Antonio, con su pequeño rostro, una copia perfecta de la expresión fría de su padre, dio un paso al frente.
—Ayuden a Kassandra primero.
El médico miró al niño, estupefacto.
Jacobo bajó la vista hacia su hijo. Un destello de algo —¿orgullo?— cruzó su rostro.
Antonio miró directamente a Alexia, con los ojos muy abiertos y serios, pero su voz tenía una lógica escalofriante.
—Mami nos ama más que a nadie. Ella va a entender. Si ve cuánto nos preocupamos por Kassandra, se pondrá celosa, y eso significa que nos ama más. No le importará esperar. Siempre lo hace.
Era su juego retorcido, expuesto bajo la luz estéril e implacable de la sala de emergencias.
Jacobo puso una mano en el hombro de Antonio, una aprobación silenciosa. Miró al médico, su voz desprovista de emoción.
—Ya escuchó a mi hijo. Atiendan primero a la señorita Montes.
Alexia los observó. Su esposo. Su hijo. Las palabras resonaban en el zumbido de sus oídos. El dolor físico en su mano no era nada comparado con el vacío helado que se abrió en su pecho.
No fue solo una elección. Fue una declaración. Su dolor era su deporte, su sacrificio su trofeo.
Mientras se la llevaban en la camilla, vio a Jacobo y Antonio revoloteando sobre la de Kassandra, sus rostros como máscaras de una preocupación actuada.
Tumbada en la fría cama del hospital, esperando, Alexia sintió morir el amor que había cultivado durante años. Se marchitó y se convirtió en cenizas, dejando atrás algo duro y frío.
En la neblina del dolor y la medicación, una decisión se formó, clara y afilada.
Estaba harta. No iba a arreglarlos. Escaparía. Y los destruiría.
Horas después, salió de la cirugía. El rostro del médico era sombrío.
—Lo siento, señora Cárdenas. Hicimos todo lo que pudimos, pero el retraso fue demasiado largo. Hay un daño nervioso significativo y permanente.
No tuvo que decir el resto. Ella lo sabía.
Su carrera había terminado. Las manos que habían creado mundos de sonido, que habían dado vida a historias con melodías, ahora eran solo manos. La magia se había ido, cercenada por las personas que decían amarla más.
Los siguientes días en el hospital fueron un borrón. Jacobo y Antonio la visitaban, siempre con Kassandra a cuestas. Se desvivían por Kassandra, quien exageraba sus heridas menores para acaparar toda la atención, mientras apenas miraban a Alexia.
La observaban, esperando las lágrimas, la furia, los celos.
No obtuvieron nada. Alexia era una estatua, su rostro una máscara plácida. Su silencio era un lenguaje que no entendían, y los descolocaba.
El día que le dieron el alta, su abogado la esperaba. Lo había llamado desde el hospital, usando un celular de prepago que había mantenido oculto durante años.
—Todo está listo —dijo él, entregándole una carpeta.
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