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Yo sabía que Billy me engañaba. No me cabía duda. Él había estado muy diferente en los últimos días, ya no era tan cariñoso conmigo y siempre lo veía elegante, perfumado, peinado, con la barba bien recortada, muy atractivo y varonil, pero esquivo cuando nos encontrábamos, lo que se venía haciendo bastante esporádico. Eso me desesperaba y sumía mis horas de alcoba en la incertidumbre y el desconcierto.
Por más que trataba que Billy me confesara qué pasaba entre nosotros, no podía arrancarle palabra alguna y su mirada había dejado de pintarse de romance y tenía, ahora, una acuarela de aburrimiento y desidia, cuando hasta hacía unos pocos él estaba demasiado acaramelado conmigo, lo veía siempre divertido y distendido, haciéndome bromas, acariciando mis pelos, embelesado con mis besos, deleitándose con mis pupilas y haciendo el amor entre intensos fuegos.
Cambios de actitud de un día a otro o en forma paulatina, da lugar a sospechas y yo, en ese sentido, soy muy desconfiada y perspicaz y luego de sumar tantas sensaciones inequívocas de que algo estaba pasando con él, me convencí que había otra mujer en medio de nosotros.
Billy ocultaba celosamente su celular, incluso. No me lo daba por nada del mundo cuando hasta hace poco, compartíamos todo: selfies, llamadas, mensajes de textos, veíamos nuestras redes sociales, participábamos en juegos en línea y hasta apostábamos a los caballos o el fútbol. Por más que le pedía su móvil con cualquier pretexto, me decía siempre no, que estaba desconfigurado, que me esperaba una llamada urgente de su jefe, que estaba sin baterías y un millón de pretextos que solo contribuyeron a echar más leña al fuego.
Idolatraba a Billy, sin embargo. No lo voy a negar. Lo amaba demasiado, en realidad. Estaba engolosinada a él, prendada a su forma de ser alegre, divertido, distendido, ingenioso y de metas definidas, muy maduro e inteligente y capaz. Me volvía loca, además. Me sentía protegida entre sus brazos, me reconfortaba su calor, deliraba con sus besos, cuando hacíamos el amor, me eclipsaba por completo y me estremecía cuando alcanzaba mis fronteras más lejanas. Nadie como él para encender mis llamas y desatar mi absoluta feminidad atada a sus manos, ebria de sus labios y sucumbida a sus bíceps enormes, su espalda gigante y los vellos alfombrado su pecho tan o más macizo que una meseta.
Estaba tan enamorada de él que ya lo alucinaba como el padre de mis hijos. Él incluso, alimentaba mis expectativas siempre.
-Tendremos diez hijos-, me decía, besándome, acariciándome, conquistando mis carreteras, mis acantilados, desatando mis cascadas cristalinas, haciéndome suya una y otra vez, en delirantes faenas de desenfreno, éxtasis y mucho amor.
Se hizo dueño de toda mi geografía. Dejó las huellas de sus deseos hasta el último trozo de mi piel tan lozana como el velo de una novia. Y me encantaba que tatuara todos los centímetros de mis curvas con sus besos, sus lamidas excitantes y su calor que me derretía igual a una mantequilla.
Yo era plenamente suya, en otras palabras.
Por eso decidí seguirlo. Sabía que era un error, pero estaba demasiado celosa y mi cabeza era un hervidero de dudas que me taladraban los sesos y los sentía estallando, dentro de mi cráneo, como petardos, truenos y relámpagos. Me enfurecía pensar que Billy estaba con otra mujer y que esos besos tan dulces y apasionados que me daba todas las noches mientras estábamos en las sombras de la oscuridad, ahora los gozaba eclipsada, otra chica. Pensar en eso hacía que mi sangre entrara en ebullición, dentro de mis venas.
-¿Nos vemos en la noche?-, le llamé, entonces, a su móvil, con mi vocecita dulce, musical, melodramática, muy cariñosa y hasta sumisa. Billy sonrió con ironía.
-No, mi amor, tengo qué hacer, a las diez-, me dijo apenas y me colgó. Ni siquiera me dio un besito o me hizo la conversación, de cualquier cosa, como ocurría antaño.
Me puse un jean a la cadera, calcé zapatillas, una camiseta blanca, y me amarré el pelo en cola. Me puse, también, una gorra y fui agazapada a sorprenderlo con su amante. Billy vivía a unas cuadras de mi casa. Llegaba a las nueve de su oficina y después de cambiarse, nos veíamos en el parque, íbamos al cine o un hotel a pasarla de maravillas. Esa noche, llegó puntual a su casa, estuvo algunos minutos y luego salió cambiado, ciertamente duchado porque tenía los pelos mojados, muy alegre, canturreando una canción horrible, y se fue caminando, de prisa, casi brincando de gusto. Todos esos detalles me dieron más celos.
Lo seguí a corta distancia. Él pudo haberme visto no una, sino varias veces, pero estaba tan concentrado en lo que iba hacer que parecía un tanque avanzando raudo hacia el campo de batalla, sin detenerse, con la mirada puesta hacia su destino.
Recordé que ya le había preguntado si había otra mujer en su vida. -No, mi bebita, solo tú me importas, eres la solitaria estrella que brilla en mi cielo-, me dijo, besándome, rindiéndome al encanto de su boca áspera y excitante, muy masculina, que me obnubilaba y me llevaba a las estrellas.
Le insistí todas las veces que me dejaba plantada. -¿Te ves con otra chica?-, le decía malhumorada, arrugando la frente y juntando mis dientes.
-La única mujer en mi vida eres tú-, decía él, pero su mirada ya no tenía el brillo de antes, ese fulgor enamorado que me hacía suspirar y gemir de pasión y emoción a la vez.
Fue que llegó al parque que está a cinco minutos de donde él vive, escenario de nuestra primera cita y luego epicentro de miles de besos y caricias que me llevaban al arco iris, a sentirme súper sexy y sensual y que hizo de mis entrañas un lanzallamas, ardiendo siempre en fuego y en deseos de ser suya. Sentí mi sangre chapotear febril en mis venas, mi corazón se puso frenético en medio de mi busto y hasta cerré los puños furiosa, con ganas de arrancharle la cabeza.
Y entonces mis sospechas se hicieron verdad. Billy se encontró con otra mujer, la besó apasionadamente, quizás hasta con más vehemencia y encono de cómo lo hacía conmigo, tanto que la chica parpadeó encandilada y hasta levantó un pie y su zapato colgó en la punta de los dedos.
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