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Era un tiempo impregnado de un presente particular, un tiempo de los últimos, pero también de los primeros para aquellos niños que recorrían el teatro. Este no era cualquier teatro, más bien era el gran lugar de mi pueblo, de mis tiempos a solas, mis tiempos para pensar, o más bien mis tiempos de espera. La espera de que quizás un día se pudiera escuchar eso... ese algo que trae la respuesta silenciosa, quizás el lenguaje de los dioses, el amor invisible o algún secreto difícil de ver, pero aun así más esencial que mi voz al narrar esta historia.
Pero sí... este era mi querido teatro de Argólida, que como nunca y como siempre la gente comenzará a llegar cuando baje el sol del tercer día, y se enciendan los fuegos. Yo era muy joven en aquel tiempo y aun recuerdo aquellos rumores tan espesos, impregnados de tanta espera, era tanto el hambre de escuchar. Algunos buscaron la trampa de la distracción; otros se permitieron escuchar el aire que permite esperar; otros no podían esperar ni el aire, ni el silencio, ni respetar que el tiempo de sus atmosferas.
Muchas esperanzas ya habían desesperado, ardían diferentes búsquedas, aturdidos por el ruido de muchos dioses. La verdad nos visitó... un nuevo suelo para apoyar los pies. La tierra de nuestras almas sintió la lluvia que no logramos ver.
Recuerdo que la ciudad estuvo nublada y con lluvias durante siete días, pero en aquel atardecer de sábado... las nubes desaparecieron dejando un arco iris que se arma detrás del escenario como si el tiempo hubiese preparado su momento.
Es aquí que mi desinteresado llegar temprano, me permitió ver la llegada de aquel que aún le regala quietud a mis sueños. ¿Habrá sido su música, su imagen tan apartada a todo eso que conozco, imagen lejana a lo lejano, una imagen tan real que todo a mi alrededor se volvía un simple espejo?
Tan profundo su silencio que todas mis palabras parecen innecesarias, agradezco que no me miró directo, por que pude haber muerto.
Vi al músico, subir al escenario, él llegó con la mañana y todo el día me quedé viendo cómo limpiaba su lira, la miraba y la miraba, su lira era su amada, el descanso de sus ojos, el sonido en su silencio. Él era el músico, el gran rumor que danzaba por mi pueblo, era él la espera de mi pueblo, era Él el portador de historias, era Él, pero nadie sabía su nombre. Llegó primero a excepción de mí que lo vi llegar, aun cuando su humildad lo volvía invisible.
La gente iba poblando los espacios para contemplar el arte de hoy. Pero la ceguera, el oído sordo de tener a tanta gente reunida, ahí cuando todos se ponen de acuerdo en un completo desacuerdo, que terminan por gritarle basuras al músico. Músico vestido de harapos que no toca una nota, que sabe ignorar la ignorancia. Ya era mucha la gente, el ruido hambriento de mi pueblo que no paró de descargar su ceguera al único hombre que podía ver.
El músico entendido como su mirada, cerró sus ojos y levantó su cabeza. Y es ahí que el silencio reposaba sobre el lugar con mucha densidad, casi era posible tocarlo o verlo. Pasaron apenas unos segundos en los que las personas esperaron a que comenzara el espectáculo, pero no sucedía nada. Era extraño, pero nadie se animó a decir una sola palabra, ni el más mínimo murmullo.
El silencio se extendió por unos largos minutos, y el hombre ahí... de pie y con sus ojos cerrados.
—Estás aquí—dijo mientras respira profundo.
Recuerdo bien claro que una persona a lo lejos estuvo a punto de pronunciar una palabra, pero él, aún con sus ojos cerrados la señaló con un gesto de silencio. Muchos en el lugar se asombraron al ver que podía ver sin mirar. El silencio finalizó cuando una anciana con un libro cruzó por delante del hombre. Nadie la vio llegar, nadie la vio venir, nadie la vio. Pero el músico al fin abre sus ojos y contempla a la anciana.
— Lo sé, es usted — pronunció sus palabras tan maravillado que su corazón permitió asomar unas lágrimas que nunca terminaron de deslizar por la mejilla. La anciana sonrió y tomó asiento.
Las personas no lograban comprender, solo decían que esa era la mujer que vive en todas partes y en ningún lugar, solo decían que es la loca del pueblo, que deambula por los bosques, y que dice que los dioses no existen. Otros aseguraban que esa mujer era pura mentira. En fin, era un imperfecto coro de perros ignorantes, que ladraban por ladrar.
El músico muy sabio tomó su lira y todo el mundo dejó de gritar, y luego dijo:
—¿Alguien ve a la anciana? — preguntó señalando el lugar donde estaba sentada.