La luz tenue del amanecer apenas comenzaba a filtrarse entre las copas de los árboles cuando Lucía revisó su brújula por quinta vez.
-No puede estar rota -murmuró, girándola en sus manos. Pero la aguja seguía apuntando en direcciones erráticas, como si la brújula estuviera poseída.
Había aceptado la expedición al bosque de San Roque como un reto profesional. Estudiar las plantas medicinales en uno de los ecosistemas más inexplorados del país era su sueño. Sin embargo, lo que no había previsto era perderse tras separarse de sus compañeros.
El bosque tenía un aire extraño, como si cada árbol estuviera vigilándola. El crujir de las hojas bajo sus pies parecía más fuerte de lo habitual, y los murmullos del viento le ponían la piel de gallina. Pero Lucía no era de las que se dejaban intimidar fácilmente.
-Un poco más de caminata y encontraré el río -dijo, tratando de convencerse.
Los mapas indicaban que el río marcaba el límite del bosque, y si lograba encontrarlo, estaría a salvo. Sin embargo, a medida que avanzaba, el aire se tornaba más frío y pesado, como si el bosque quisiera que se diera la vuelta.
De pronto, un sonido hizo que se detuviera en seco.
Un gruñido bajo y amenazante, demasiado cercano para su tranquilidad. Miró a su alrededor, buscando al animal que lo había emitido. Entre los arbustos, dos ojos brillantes la observaron. Un lobo.
El animal salió de entre las sombras, mostrándole sus colmillos. Era más grande que cualquier lobo que hubiera visto en fotografías, y sus ojos dorados parecían casi humanos.
Lucía retrocedió lentamente, sabiendo que correr sería un error.
-Tranquilo, chico... -murmuró, aunque el temblor en su voz traicionaba su valentía.
El lobo gruñó de nuevo, pero antes de que pudiera acercarse más, otro sonido rompió el silencio. Un silbido agudo, claro, que parecía venir de lo profundo del bosque.
El lobo se detuvo de inmediato, girando la cabeza hacia el origen del sonido. Luego, sin más, desapareció entre los árboles, como si hubiera recibido una orden.
-¿Qué demonios fue eso? -preguntó Lucía en voz alta, aún con el corazón latiéndole con fuerza.
Pero no tuvo tiempo de reflexionar. Un hombre salió de entre los árboles, caminando con una calma desconcertante. Vestía una camisa negra ajustada y pantalones oscuros, y sus ojos dorados tenían el mismo brillo que los del lobo.
-No deberías estar aquí -dijo, su voz grave pero controlada.
Lucía retrocedió otro paso, apretando la mochila contra su pecho.
-¿Quién eres? ¿Qué fue eso?
El hombre inclinó ligeramente la cabeza, como si evaluara si podía confiar en ella.
-Mi nombre es Caleb. Este bosque no es un lugar seguro para los humanos. Deberías irte.
-Lo intentaría si supiera cómo salir -replicó Lucía, sintiendo que la indignación reemplazaba al miedo.
Caleb dejó escapar un suspiro y dio un paso hacia ella, levantando las manos en señal de paz.
-No voy a hacerte daño, pero necesitas confiar en mí.
-Eso es fácil de decir cuando no eres tú quien acaba de enfrentarse a un lobo gigante.
Caleb reprimió una sonrisa, aunque sus ojos brillaban con algo que Lucía no pudo descifrar.
-Ese lobo no volverá. Pero si sigues caminando sin rumbo, podrías encontrarte con algo peor.
-¿Peor? -preguntó, cruzándose de brazos.
-Confía en mí -repitió él, extendiendo una mano hacia ella.
Lucía dudó. No había nada en su instinto que le dijera que Caleb fuera peligroso, pero había algo extraño en él. Sus movimientos eran demasiado fluidos, casi inhumanos.