Andrew
El guardia de seguridad del centro de menores en el que me encontraba desde el día anterior tiró de mí sin ninguna delicadeza hasta que llegamos a la mesa de metal donde me esperaba el abogado de oficio que me había otorgado el estado. ¿Cómo sabía aquello? Bueno, eso era bastante fácil, era mi tercera entrada a un sitio como en el que me encontraba y siempre era lo mismo. Venía un pringado con traje barato que no tenía otra alternativa, me miraba con los dientes apretados, meneaba la cabeza, esperando que lo ayude a sacarme de allí porque necesitaba cobrar el maldito cheque. Intentaba meterme miedo, me prometía que se ocuparía de mí o que le recordaba a su hijo.
Todas mentiras, siempre mentiras. Dirían lo que fuese para terminar con el asunto.
Luego, cuando nada funcionaba cruzábamos varias miradas de odio, él pensaba que yo era escoria, un montón de basura que en un par de años iba a terminar de una de tres formas: con un balazo entre ceja y ceja, como un cadáver ambulante adicto al crack o algo peor, o entre las rejas como el resto de los chicos que vivían por mi zona. Y tenía que admitirlo, era posible que tuviese toda la razón, que uno de esos fuese mi final.
Mis padres habían muerto cuando era un bebé en un accidente, eso decían, yo creía que posiblemente eran adictos o quizás solo dejaron su pequeño bebé porque les importaba una mierd@. Pero en el hogar de acogida en donde estuve se inventaron el cuento del accidente porque era una realidad menos horrorosa que comunicarle a un niño pequeño, uno que estaba enojado todo el tiempo y que de saber la verdad tendría un brote violento cuando descubriera que efectivamente era descartable tal como se sentía.
Finalmente, a los once una pareja de yonkis se las apañó para convertirse en mi hogar transitorio, menuda suerte. Literalmente pensé cuando los vi que estaba mucho mejor en donde estaba. Sin embargo, a pesar de que veía mi panorama completamente negro, no fue así; no me trataban mal, no me golpeaban y se ocupaban de que tuviese tres comidas diarias. Mientras respirara y me las arreglara solo, todo estaba bien. El cuento entre ellos era muy diferente; él se llamaba Larry y ella Jamie. No eran malos cuando estaban limpios, lo que no era muy frecuente, aunque se respiraba una tensa calma que a veces nos impedía respirar casi a diario, hasta que Larry bebía de más, perdía todo lo que teníamos en las cartas o se colocaba más de la cuenta, entonces era siempre igual: las palizas, los insultos, la oscuridad…
Con el tiempo comencé a notar que en ciertos días estaban más colocados que de costumbre, mucho más.
Eso llamó mi atención y comencé a vigilarlos. Esperé a que estuviesen casi inconscientes para revisar sus cosas. Los hijos de put@ cobran casi una fortuna por mí cada mes, recibían cheques de una empresa, no tenía idea de porque, pero era malditamente mío y se lo gastaban en esa porqueri@ que se metían casi completito.
Estaba furioso, tomé todo el dinero que me quedaba y me fui dando un portazo. Tres días después fue mi última detención y me la pasé en grande.
Cuando el dinero se me acabó, volví a la pocilga en la que vivíamos. Antes de siquiera entrar, supe que había problemas.
Entré lentamente, sintiendo que algo muy malo ocurría, era algo que sentía en el pecho, en el cuerpo. Lo primero que me llegó fueron los golpes, los gemidos ahogados y los insultos confirmando mi primer instinto. Fui a la habitación cuando vi a Larry completamente fuera de sí, la habitación estaba patas arriba y él golpeaba la cabeza de Jaime contra el piso mientras proliferaba una batería de insultos.
Jaime no se defendía, apenas si respiraba. No podía explicarlo, solo sé que algo se rompió dentro de mí. Estaba cansado de aquello, de que golpease, la humillara y abusara. Eso era un infierno que no quería seguir soportando. El pánico me estrangulaba, temía que la matase, que terminase el trabajo allí frente a mis ojos.
Por lo que fui a mi habitación, tomé el palo de Hockey sobre hielo que escondía bajo la cama porque lo había robado una semana antes a un idiota que me miró de mal modo.
Cuando volví a entrar a la habitación el pánico me estrangulaba. Le grité que la dejase, no lo hizo. Volví a gritarle que la dejase o lo mataría. Entonces me escuchó y la dejó, tendida, lánguida sobre el piso. Se levantó precipitadamente con los nudillos ensangrentados y el rostro hinchado, mirándome furioso.
No lo dude, ni por un segundo, porque pude ver el odio reflejándose en sus ojos, porque de haber podido me hubiese asesinado en ese mismo instante, levanté el palo y le di con toda la fuerza que tenía. Solo recordaba que cayó como un costal de papas. Nada más, aunque los polis me habían dicho que continúe golpeándolo hasta casi matarlo.
Cuando le preguntaron a Jaime, les dijo que lo había atacado sin motivos, que era un chico problemático y violento. Probablemente, me quedaría allí un tiempo, luego me enviarían a prisión.
No sabía que esa sería la última vez que la vería, de haberlo sabido le hubiese dicho que escapase, que lo hiciera mientras ese maldito estaba en coma.
Cuando me senté en el banco frío, apenas si levanté la vista, sin embargo, me di cuenta de que no era uno de esos patéticos abogados de oficio que se encargaban de mí siempre. Este llevaba un traje hecho a medida, un maletín de piel de miles de libras y un reloj de oro.
—Andrew. —Dijo parándose para saludarme, extendiéndome la mano. —Soy Edward Wentworth, voy a representarte.
No le devolví el gesto, me limité a mirarlo de arriba abajo.
—¿Es el abogado que me designaron esta vez? —Le pregunté con el tono chulesco que me gustaba usar, con esos estirados que se creían siempre mejor que yo.
—No, en realidad… Yo elegí tu caso. —Levanté el mentón, antes de entrecerrar los ojos con cautela. ¿Por qué alguien como él se ocuparía de alguien como yo? —Pero no te preocupes por eso ahora, lo único que debe interesarte es que estoy aquí para ayudarte.