Durante años confundí el amor propio con el orgullo. Pespunteé un cetro con piedras preciosas y me senté en el trono como rey y señor del universo conocido. La estupidez me impidió comprender que el imperio gobernado solo existía en mi cabeza. Fuera de ella vivían humanos reales, no sometidos a mis designios, afectados por mis continuos despropósitos.
Es este el medio encontrado para pedir perdón. Una carta a la que falta el destinatario porque va dirigida a demasiados nombres olvidados, personas a las que dañé.
—Entonces, señor Muñoz, ¿a qué causa usted atribuye su perversión libidinosa? —La doctora Nambindengue clavó en mi rostro su mirada de águila y dibujó en sus labios una mueca.
Si me hubiese resistido a las súplicas de mi madre y no acudido a la consulta de la psiquiatra, estuviese tomando el sol en la cubierta de mi yate o haciendo una de las mías bajo las sábanas de una linda chica. El llanto de Micaela Rodríguez siempre me ha puesto a llorar. A ella debo todo lo bueno que llevo en el alma. Lo malo lo adquirí gracias a los genes de mi padre y también por medios propios.
Por eso ni me rehusé cuando me arrastró a empujones a la clínica mental. Como un cachorro amaestrado, le obedecí. Opté por comportarme antes de echar más leña al fuego y empeorar el ambiente en casa.
Le tiré un S.O.S. con la mirada, apreté los puños, le rocé la pantorrilla con la puntera del zapato e intenté comunicarme con el pensamiento: «Dante, llamando a Micaela. ¡Madre, responde! Dante, llamando a Micaela. Inventa que el fantasma de la abuela te ha revelado la ubicación de un tesoro, o que Donald Trump te ha propuesto matrimonio, o di que nos largamos porque nos da la gana; pero, por favor, haz que esto termine». A nosotros nos ligaba un nexo sentimental más fuerte que las doctrinas del Bloque Feminista. ¿O no?
El ruego chocó contra un imperturbable rostro de cera. Aquella extraña que clavaba en mí una mirada aterradora no era la amorosa mujer que se había desenvuelto como madre y padre en mi crianza, sino un androide reprogramado.
—Más cuidado con mis piernas, Dante. Te comportas igual que un crío.
Su fría respuesta asesinó mis esperanzas. Ya fuese por el influjo hipnótico que ejercía en su cerebro un sitio macabro o por la antipatía que produce un mujeriego en los cromosomas XX, mi única seguidora se había mudado al bando de la comecocos Nambindengue.
Siempre supuse que un personaje con tal clase de nombre debería ser de armas tomar. Sin embargo, nunca esperé que fuese un ella y no un él. A una mujer le era mucho más engorrosa la comprensión de mis… llamémosle preferencias sexuales y así no suena tan mal. Ellas se encasquetan el traje de mosqueteras y gritan: «Una para todas y todas para una» antes de que un hombre tenga la oportunidad de defenderse.
Luego de que, con una mirada, me aplastó como un animal en peligro de extinción bajo el talón del zapato; la voz se me acuarteló dentro de la boca. Cuanto lograba decir se resumía en un par de suspiros. Créanme que hubiese preferido morir por causas violentas. Es mejor ser enterrado vivo a padecer crueles tormentos.
—¿Usted podrá dar respuesta a mi interrogante? —emitió un alarido cargado de furia irrefrenable.
Era la cuarta vez que escuchaba la misma letanía. Mi coeficiente intelectual nunca ha sido elevado. He sobrevivido gracias al trabajo de mis manos y no al esfuerzo de mi cerebro. ¿Cómo iba a contestarle si siquiera tenía idea de lo que ella hablaba? Para hacerlo debía buscar en Google el significado de tanto blablablá. «Perversión libidinosa» me sonaba a frase sacada de un diccionario de esperanto.
Ahora me doy cuenta de que debí pedir permiso para ir al baño. Además de ganar algunos minutos de libertad, hubiese consultado el Internet. Una sabionda explicación dejaría a la bruja con la boca abierta.
Lo que podría haber sido, nunca sucedió. No es lo mismo pensar en frío que hacerlo con la sangre caliente y la piel de gallina.
—Y bien, señor Muñoz, ¿responderá o pasamos a un punto que le haga sentir cómodo?
A través de sus gestos y comentarios se notaba la clara aversión hacia mí. La situación era espeluznante y amenazaba con ponerse peor.