La Máscara de un Hermano

La Máscara de un Hermano

Gavin

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Capítulo

En Medellín, mi nombre era Sofía, pero todos me conocían como "La Patrona", la reina implacable del imperio de esmeraldas. Mi crueldad tenía un único propósito: proteger a Mateo, mi hermano menor, mi único tesoro. Años atrás, él me salvó de una bala y quedó destrozado; lo envié a España, le di una nueva identidad, "David Rojas", una nueva cara, una nueva vida, lejos de mis enemigos. Hoy, Mateo regresó para mi fiesta de compromiso, una sorpresa que planeé meticulosamente. Pero lo que encontró no fue calidez, sino una furia ciega. Mi prometido, Ricardo, cegado por celos absurdos, lo confundió con mi amante. Lo atacó sin piedad, golpeándolo brutalmente con un palo de golf, destrozando la pierna que una vez sanó y la cara que con tanto esmero reconstruí. Mi propio jefe de seguridad, Chucho, a quien conozco de toda la vida, no pudo reconocer a mi hermano. La identidad falsa que creé para protegerlo se convirtió en su condena. Ricardo usó cada detalle de "David Rojas" para probar que era un impostor, un estafador. Llegué allí y, para horror de mi hermano, mantuve una fría fachada, diciéndole a Ricardo que se "deshiciera de la basura". Mateo yacía desangrándose, sintiendo la traición de todos, incluso la mía. La ironía es que mi meticuloso plan para su seguridad lo había llevado a este infierno. ¿Cómo era posible? ¿Cómo mi amor y mis precauciones podían terminar en esta agonía para el único hombre que amo? ¿Qué clase de monstruosidad permití que creciera a mi sombra? Pero entonces, Chucho mencionó el nombre: "David Rojas", y el itinerario falso que yo misma había creado. En ese instante, todo se detuvo. Mi corazón se partió al comprender la verdad. Mi hermano. Mi Mateo. Destrozado en el suelo de mi apartamento. Mi ira, contenida por tanto tiempo, despertó. El infierno, Ricardo, el infierno acaba de abrir sus puertas para ti.

Introducción

En Medellín, mi nombre era Sofía, pero todos me conocían como "La Patrona", la reina implacable del imperio de esmeraldas. Mi crueldad tenía un único propósito: proteger a Mateo, mi hermano menor, mi único tesoro. Años atrás, él me salvó de una bala y quedó destrozado; lo envié a España, le di una nueva identidad, "David Rojas", una nueva cara, una nueva vida, lejos de mis enemigos.

Hoy, Mateo regresó para mi fiesta de compromiso, una sorpresa que planeé meticulosamente. Pero lo que encontró no fue calidez, sino una furia ciega. Mi prometido, Ricardo, cegado por celos absurdos, lo confundió con mi amante. Lo atacó sin piedad, golpeándolo brutalmente con un palo de golf, destrozando la pierna que una vez sanó y la cara que con tanto esmero reconstruí.

Mi propio jefe de seguridad, Chucho, a quien conozco de toda la vida, no pudo reconocer a mi hermano. La identidad falsa que creé para protegerlo se convirtió en su condena. Ricardo usó cada detalle de "David Rojas" para probar que era un impostor, un estafador. Llegué allí y, para horror de mi hermano, mantuve una fría fachada, diciéndole a Ricardo que se "deshiciera de la basura". Mateo yacía desangrándose, sintiendo la traición de todos, incluso la mía. La ironía es que mi meticuloso plan para su seguridad lo había llevado a este infierno.

¿Cómo era posible? ¿Cómo mi amor y mis precauciones podían terminar en esta agonía para el único hombre que amo? ¿Qué clase de monstruosidad permití que creciera a mi sombra?

Pero entonces, Chucho mencionó el nombre: "David Rojas", y el itinerario falso que yo misma había creado. En ese instante, todo se detuvo. Mi corazón se partió al comprender la verdad. Mi hermano. Mi Mateo. Destrozado en el suelo de mi apartamento. Mi ira, contenida por tanto tiempo, despertó. El infierno, Ricardo, el infierno acaba de abrir sus puertas para ti.

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5.0

Siempre creí que mi vida con Ricardo De la Vega era un idilio. Él, mi tutor tras la muerte de mis padres, era mi protector, mi confidente, mi primer y secreto amor. Yo, una muchacha ingenua, estaba ciega de agradecimiento y devoción hacia el hombre que me había acogido en su hacienda tequilera en Jalisco. Esa dulzura se convirtió en veneno el día que me pidió lo impensable: donar un riñón para Isabela Montenegro, el amor de su vida que reaparecía en nuestras vidas gravemente enferma. Mi negativa, impulsada por el miedo y la traición ante su frialdad hacia mí, desató mi propio infierno: él me culpó de la muerte de Isabela, filtró mis diarios y cartas íntimas a la prensa, convirtiéndome en el hazmerreír de la alta sociedad. Luego, me despojó de mi herencia, me acusó falsamente de robo. Pero lo peor fue el día de mi cumpleaños, cuando me drogó, permitió que unos matones me golpearan brutalmente y abusaran de mí ante sus propios ojos, antes de herirme gravemente con un machete. "Esto es por Isabela", susurró, mientras me dejaba morir. El dolor físico no era nada comparado con la humillación y el horror de su indiferencia. ¿Cómo pudo un hombre al que amé tanto, que juró cuidarme, convertirme en su monstruo particular, en la víctima de su más cruel venganza? La pregunta me quemaba el alma. Pero el destino me dio una segunda oportunidad. Desperté, confundida, de nuevo en el hospital. ¡Había regresado! Estaba en el día exacto en que Ricardo me suplicó el riñón. Ya no era la ingenua Sofía; el trauma vivido había forjado en mí una frialdad calculada. "Acepto", le dije, mi voz inquebrantable, mientras planeaba mi escape y mi nueva vida lejos de ese infierno.

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