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Capítulo 1
(Narrador omnisciente)
En un día primaveral teñido de promesas, Ana, una joven de origen humilde, camarera incansable en un café de barrio, terminaba su doble turno. Sus pasos cansados resonaban con la urgencia de cubrir el alquiler, una sombra constante en su vida. Absorta en sus cálculos, cruzó la calle sin registrar el rugido del tráfico. Un instante después, el bramido de una bocina y el chirrido estridente de neumáticos rasgaron el aire, pero ya era demasiado tarde. Sintió el golpe brutal, la oscuridad que se cernía sobre ella como una manta helada.
Lo último que percibió fue la frialdad implacable del asfalto bajo su cuerpo. En su mente, un último pensamiento, un anhelo desesperado: encontrar el amor de una familia, un hogar cálido, en la otra vida.
Con este deseo como faro, Ana abandonó su existencia, ignorante del destino insólito que le aguardaba.
En una estancia suntuosa, donde el lujo era un lenguaje silencioso, una joven de belleza etérea, con cabellos del color de la luna, dormía plácidamente entre sábanas de seda pura. El aroma de las rosas y la lavanda flotaba en el aire, creando una atmósfera de ensueño.
Al despertar, la joven sintió una diferencia sutil, pero innegable. Su lecho era más confortable, más mullido que cualquier cama que hubiera conocido. Una sensación extraña, casi irreal, la invadió.
En ese instante, una muchacha de su misma edad, con rostro amable y ojos vivaces, entró en la habitación. Era Clara, la doncella personal de Valeria Delacroix, la heredera del duque Maximiliano Delacroix, el hombre más temido del Imperio de la Rosa. Su nombre resonaba con poder y peligro.
Clara llevaba una fuente de porcelana con agua fresca, destinada a aliviar la fiebre de su señorita. La noche anterior, durante una visita al palacio, Valeria había caído al lago en circunstancias misteriosas. Un accidente, según decían, pero las sombras susurraban otras verdades.
De no ser por la oportuna presencia del segundo príncipe, Damián, quien casualmente pasaba por los alrededores, el incidente podría haber terminado en tragedia. Un héroe fortuito, o quizás, un jugador más en el tablero del destino.
Al acercarse a su señorita, Clara notó un ligero movimiento, un indicio de que despertaba. Con voz suave, casi un susurro, le dirigió la palabra:
-¿Señorita? ¿Cómo se siente? ¿Puede oírme?
La joven, aún atrapada en las brumas del sueño, murmuró:
-Cinco minutos más... Es muy temprano...
Tras pronunciar estas palabras, sus ojos se abrieron de golpe, la conciencia golpeándola como una ola. Ana vivía sola, en un pequeño apartamento lleno de sueños rotos y facturas impagas. No reconocía la voz, ni la habitación, ni el lujo que la rodeaba.
Se incorporó de un salto, el pánico atenazándole el corazón. Aturdida, lanzó una serie de preguntas, cada una más desesperada que la anterior:
-¿Quién eres? ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? ¡Esta no es mi casa!
La joven, abrumada por la avalancha de interrogantes, titubeó antes de responder. Sus ojos reflejaban confusión y temor.
-Tranquilícese, señorita Delacroix. Soy Clara, su doncella personal. Nos encontramos en el Ducado Delacroix. ¿Se encuentra bien? ¿Desea que llame a un médico? Tal vez se golpeó la cabeza al caer al lago, lo que explicaría su desorientación.
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