Héctor Duarte siempre había sido un hombre de rutinas. Cada mañana, se despertaba a las seis en punto, tomaba su café negro sin azúcar, y se dirigía a su modesto trabajo como contador en una pequeña oficina del centro de la ciudad. No le importaba mucho el dinero ni el lujo. Para él, lo importante era la estabilidad. Sabía lo que tenía y cómo ganarlo, y esa certeza lo hacía sentir seguro. A pesar de las limitaciones de su sueldo, nunca se quejaba. La vida parecía llevar un ritmo tranquilo, predecible.
Sin embargo, todo eso cambió una tarde de marzo, cuando decidió hacer algo que jamás había hecho: comprar un boleto de lotería. No era un hábito para él; de hecho, ni siquiera creía en la suerte. Pero, al pasar por la tienda de la esquina, vio el cartel que lo invitaba a participar, y por alguna razón inexplicable, sintió una curiosidad pasajera. La máquina de lotería emitió un sonido mecánico mientras le entregaba el boleto, como si el destino le estuviera susurrando que esa decisión insignificante cambiaría todo.
Al principio, Héctor olvidó completamente el boleto. Lo guardó en el bolsillo de su abrigo y, tras un par de días, lo dejó tirado sobre su escritorio en casa. No lo miró ni una sola vez. El día que ocurrió el milagro, él ni siquiera pensaba en el boleto. Estaba en su oficina, como todos los días, atendiendo algunos números y cumpliendo con sus tareas, cuando su teléfono comenzó a sonar sin cesar. Era un mensaje tras otro, seguido de una llamada que no pudo contestar en ese momento. Lo que más le extrañó fue que todos parecían estar hablando de lo mismo: la lotería.
Finalmente, cuando logró dar un respiro y ver la pantalla de su celular, vio un mensaje de su hermana, Beatriz: "¡Héctor, ¿estás bien?! ¡Acabas de ganar el premio mayor!"
Atónito, Héctor miró la pantalla varias veces, como si las palabras pudieran cambiar de forma. Se levantó de su silla, caminó hasta la ventana y miró la ciudad que había conocido toda su vida. Lo primero que cruzó por su mente fue la incredulidad. ¿Era posible? Miró de nuevo el mensaje y, antes de entender completamente lo que estaba sucediendo, entró a Internet y buscó el resultado del sorteo.
Ahí estaba: el número que había elegido, de manera casi aleatoria, coincidía con el premio mayor. La cantidad de dinero que había ganado era inimaginable para alguien como él. Unos treinta millones de dólares.
El silencio llenó la habitación mientras Héctor se dejaba caer nuevamente en su silla, con la mente en blanco. No podía procesar lo que acababa de suceder. Su vida, esa que había sido tan predecible y tranquila, ahora se desmoronaba ante él. No sabía qué hacer con esa información, cómo debía reaccionar.
Decidió, por primera vez, salir del pequeño departamento que le había dado tantas noches de descanso y dirigirse al bar de la esquina, el mismo donde siempre tomaba su cerveza después del trabajo. Necesitaba hablar con alguien, aunque fuera con los desconocidos que lo saludaban cuando pasaba por la puerta. En su cabeza, miles de pensamientos corrían desordenadamente. ¿Qué hacer con tanto dinero? ¿Debía seguir siendo el mismo hombre sencillo que conocían todos o... se vería obligado a transformarse en alguien más?
A lo largo del camino, no podía dejar de preguntarse si, de alguna manera, este cambio traería consigo algo más que lujo y confort. Pensaba en lo que perdería, en lo que sus amigos y su familia podrían pensar de él. Nunca se había sentido atraído por los lujos ni por la ostentación, pero ahora, el dinero lo tenía todo a su disposición.
Cuando llegó al bar, la gente lo recibió con el mismo rostro amigable de siempre. Su amigo Roberto, el dueño, lo miró con sorpresa al verlo entrar y, sin decir mucho, le sirvió una copa. Héctor miró el vaso en sus manos como si fuera la respuesta a todas sus dudas.
-¿Qué te pasa, Héctor? -preguntó Roberto, observando el rostro tenso de su amigo.