Amser.
Es común que, proviniendo de una familia pobre, alguien siempre tenga ganas de “más”. No limitarme en el sentido económico era lo que había deseado desde que fui consciente de que las familias de bajos recursos no solo tenían que vivir de lo poco, sino que recibir poco de todos.
Poca ayuda, poco entendimiento, pocas oportunidades.
Falsas miradas de pena y empatía.
Sonrisas y promesas deshonestas.
Ahora imaginen sumar todo lo que sería terrible para un adolescente con ganas de experimentar, vivir, soñar y triunfar, en un mundo con tan “poco”, el hecho de que, en alguna parte del camino se dio cuenta de algo que marcaría y cambiaría por completo su destino: ser homosexual.
Poca esperanza, pocas oportunidades, poca empatía, promesas que jamás fueron cumplidas y sonrisas fingidas, pero no de alguien hacia a mí, sino de mí mismo contra el mundo.
Poco era lo que más había en mi mundo, en mi cabeza, en mis bolsillos, en mis expectativas, en mis sueños, en mis ganas de respirar. Sin embargo, todo cambió cuando lo conocí a él.
Darwin Baker, hijo del senador Sasha Baker.
Fue imposible no quedarme hipnotizado en sus ojos grises con algunos destellos azules, y luego… luego estaba el hecho de que era alto, cabello azabache, de piel blanca y brillaba como las nubes cubiertas por el sol, su sonrisa amplia, sus dientes perfectos y de nuevo esa mirada…
Poco.
Por supuesto que no pude llamar su atención de la manera en que me hubiese encantado, porque yo era “poco", y él era “demasiado”.
—¡Ou! —Escuché su voz metros alejados de mí cuando resbalé en la grama nada más y nada menos que con popó de caballo.
Giré mi rostro cuando la vergüenza ya no era tanta aunque mi pierna derecha, mi antebrazo y parte de la mano olía a excremento; él estaba aún a metros alejado de mí; extendía su copa con vinotinto a la vez que recibía caricias poco discretas de una muchacha de la alta sociedad.
Yo estaba terminando mi trabajo aún envuelto en excremento, y Darwin Baker era demasiado como para darle más de dos vistazos al camero sí, el chico que solo recogía la bosta de los cabellos en los torneos de polos de sus familiares, amigos y algunos no tan amigos. No obstante, aún así, fue gracias a ese trabajo honrado y asqueroso que pude conocerlo, así como él pudo conocerme a mí.
—Uff, te diste fuerte en la pantorrilla ¿cierto?
La corriente que pasó por mi espina dorsal me hizo recordar al momento en el que con solo ocho años había parado en un hospital por recibir algunos peligrosos voltios intentando ayudar a una mujer de la alta sociedad a encender el motor de su auto.
Bueno, aunque pensándolo bien, tal vez la comparación no era tan válida.
—Ehm… ¿habla conmigo, señor? —Lentamente me di vuelta, encontrándome con sus ojos grises, su cabello sudado y pegado a la frente, las manos dentro de los bolsillos de sus bermudas, pero esa mirada allí, sobre mí.
En el baño de caballeros… en el baño de los caballeros que ofrecía servicios a su mansión.
—Sí, no conozco a nadie más que se haya resbalado de tal forma con, y espero no te ofenda, con los restos asquerosos de mi potrillo.
—No se preocupe…
—Si quieres puedo dejar de traerlo a las competencias… —me dijo.
—¿Ah?
Se rascó la nuca.
—No, digo… es que está pequeño y no sabe controlarse.
—Pero para eso lo entrena ¿no?
—Pues sí…
—No se preocupe —volví a decir conteniendo un suspiro.
—Puedo decirle a Ronett que te cure esa…
No lo terminé de escuchar porque salí del baño.
Estaba demasiado cerca.
Se había acercado más de lo que cualquier otro de su tipo lo había hecho, y de nuevo lo “poco" surgió de mí.
Pocas agallas para mirarlo a la cara, poca fuerza para impedir que mis piernas no flaquearan al salir, aumentara el dolor en mi pantorrilla y por consiguiente poca habilidad para evitar caer al suelo.
—¡Amser!
Escuchar su voz llamarme por mi nombre con tanta preocupación, terminó de quitarme las fuerzas que tenía con tan solo pan y agua esa mañana, y que, ya siendo medio día, por mis notorias condiciones físicas, era poca.
—¿Cómo sabe mi nom…?
Cerré los ojos con fuerza y contuve la respiración cuando me tomó por los antebrazos y de un momento a otro me estaba llevando, cargado, hasta una silla.
Mi corazón aún no terminaba de procesar todo lo que estaba ocurriendo, en sí, mi mente tampoco. Así que solo pude no hablar y contener la respiración mientras lo veía ir y venir por cosas para tratarme la herida en mi pantorrilla trigueña, con algunos rastros aún de estiércol.