Ethan Villagrán tenía apenas siete años cuando la vida le enseñó que no podía confiar en nadie más que en sí mismo. La casa de sus padres, que alguna vez fue cálida y llena de risas, quedó vacía tras un accidente que nadie se molestó en explicar del todo. La noticia llegó como un golpe seco: su madre y su padre muertos, y él solo en el mundo.
El orfanato no era un lugar amable. Los niños se agrupaban según su fuerza o su astucia, y los más débiles aprendían rápido que llorar no traía consuelo, solo desprecio. Ethan se acostumbró a caminar entre ellos con la cabeza erguida, la mirada firme, fingiendo que no sentía nada. Por dentro, sin embargo, la soledad era un frío constante que le calaba hasta los huesos.
Los primeros días fueron los peores. Cada noche, mientras los demás niños se dormían al sonido de risas lejanas o de los cuidadores que charlaban en el pasillo, Ethan se quedaba mirando el techo, imaginando cómo habría sido volver a casa, sentir el abrazo de su madre o escuchar la voz de su padre. Esa imagen desaparecía pronto, reemplazada por la realidad: un colchón delgado, paredes frías y el silencio absoluto de un lugar donde nadie preguntaba si estabas bien.
Con el tiempo, Ethan aprendió a valerse por sí mismo. Descubrió cómo conseguir un poco más de comida, cómo evitar las peleas sin parecer débil, y cómo no depender de nadie. La frialdad se convirtió en su armadura. No lloraba, no pedía ayuda, y nunca dejaba que nadie viera su vulnerabilidad. Incluso cuando otros niños se burlaban de él por ser pequeño o callado, Ethan se mantenía firme, aprendiendo a transformarlo en fuerza.
A veces recordaba a sus padres. Su madre con su risa suave y sus manos siempre ocupadas en algo bueno; su padre con esa voz que podía calmar cualquier miedo. Esos recuerdos eran fugaces, pero suficientes para recordarle que algún día, de alguna manera, debía salir de ese lugar. Ethan prometió que no terminaría como muchos otros: atrapado en un ciclo de abandono y dolor.