La Elegida Olvidada del Sol

La Elegida Olvidada del Sol

Gavin

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Capítulo

El gran salón del palacio rezumaba incienso de copal, denso y pesado, mientras cientos de nobles se congregaban para la ceremonia que sellaría el destino del imperio. Yo, Xochitl, la "Elegida del Sol", estaba a punto de ser consagrada como la esposa principal del Emperador Itzcóatl, uniendo nuestros linajes sagrados para asegurar décadas de prosperidad. Pero al mirar a Itzcóatl en su trono, solo encontré un desprecio gélido. "¿Realmente creyeron que me ataría a esta farsa?", su voz resonó, "¡A una mujer cuya única virtud es un cuento de viejas!". Inmóvil, con la túnica ceremonial blanca como una mortaja, mi corazón latía con el eco doloroso de una vida pasada. Porque ya había vivido este momento, ya había sentido esta humillación, y sabía su desenlace. El recuerdo me golpeó como un rayo: en mi vida anterior, había suplicado entre lágrimas, recordándole el pacto ancestral. Él se había reído cruelmente, repudiándome y entregándome a sus guardias como a un animal. Mi familia, protectora del pacto por generaciones, fue acusada de traición, sus tierras confiscadas, sus nombres borrados. Todo, por el ciego amor de Itzcóatl hacia su concubina, Citlali, quien ahora sonreía con triunfo a su lado. Mi final fue brutal: abandonada en una fosa helada, morí de hambre y frío, con las risas de Citlali susurrando: "El sol te ha abandonado, Xochitl". Pero los dioses no me abandonaron; el pacto era real. Me concedieron una segunda oportunidad, no por piedad, sino por equilibrio. Desperté gritando hace unos días, justo a tiempo para revivir el inicio de mi caída. Pero esta vez, no había lágrimas ni súplicas. Solo un vacío helado y una determinación dura como la obsidiana. "Mi Emperador", dije ahora, mi voz sorprendentemente calmada, sin rastro de la emoción que me consumía. Levanté la vista y lo miré directamente a los ojos. Itzcóatl se desconcertó, esperando histeria. "¿No tienes nada que decir, mujer? ¿Ninguna súplica a tus dioses falsos?". Su arrogancia era palpable. Citlali se aferró a su brazo, su preocupación fingida. "Mi señor, no seas tan duro con ella", dijo con voz melosa, "Quizás cree en esas viejas historias; no es su culpa ser tan ignorante". Sus palabras, veneno envuelto en miel, antes me enfurecían. Ahora, las recibí con una serenidad que los descolocó. Hice una reverencia profunda, una sumisión que contradecía la tormenta en mi interior. "La sabiduría del Emperador es tan vasta como el cielo", dije, con sinceridad vacía. "Si mi presencia y mi linaje son una farsa, entonces no soy digna de estar a su lado". El silencio en el salón fue absoluto. "Me retiraré a mis aposentos y esperaré el juicio del Emperador", continué. Itzcóatl frunció el ceño; mi sumisión lo desarmaba. "¡Vete!", espetó, "¡No quiero volver a ver tu rostro!". Caminé hacia la salida, mi mirada se cruzó con Cuauhtémoc, el líder de los guerreros águila, él creía en el pacto. Mientras pasaba, Citlali soltó una risita cristalina, y él la rodeó con sus brazos, su adoración ciega. La escena quemaba en mi memoria, una réplica exacta del pasado. Pero esta vez, el dolor no me paralizó, alimentó la llama fría en mi pecho. Los dejé en su nido de amor y ambición. No volvería a suplicar. Esta vez, simplemente me haría a un lado. Y observaría cómo el imperio, cuya prosperidad dependía de mi sangre, se desmoronaba hasta convertirse en polvo. Y él, el gran Emperador Itzcóatl, se arrastraría sobre esas cenizas, suplicando por la farsa que ahora repudiaba. Esa era mi nueva meta, mi única razón para esta segunda vida. No buscaría venganza activa, solo dejaría que la verdad se revelara a través de la hambruna, la sequía y la desesperación. Mi venganza sería la propia caída de Itzcóatl.

Introducción

El gran salón del palacio rezumaba incienso de copal, denso y pesado, mientras cientos de nobles se congregaban para la ceremonia que sellaría el destino del imperio.

Yo, Xochitl, la "Elegida del Sol", estaba a punto de ser consagrada como la esposa principal del Emperador Itzcóatl, uniendo nuestros linajes sagrados para asegurar décadas de prosperidad.

Pero al mirar a Itzcóatl en su trono, solo encontré un desprecio gélido.

"¿Realmente creyeron que me ataría a esta farsa?", su voz resonó, "¡A una mujer cuya única virtud es un cuento de viejas!".

Inmóvil, con la túnica ceremonial blanca como una mortaja, mi corazón latía con el eco doloroso de una vida pasada.

Porque ya había vivido este momento, ya había sentido esta humillación, y sabía su desenlace.

El recuerdo me golpeó como un rayo: en mi vida anterior, había suplicado entre lágrimas, recordándole el pacto ancestral.

Él se había reído cruelmente, repudiándome y entregándome a sus guardias como a un animal.

Mi familia, protectora del pacto por generaciones, fue acusada de traición, sus tierras confiscadas, sus nombres borrados.

Todo, por el ciego amor de Itzcóatl hacia su concubina, Citlali, quien ahora sonreía con triunfo a su lado.

Mi final fue brutal: abandonada en una fosa helada, morí de hambre y frío, con las risas de Citlali susurrando: "El sol te ha abandonado, Xochitl".

Pero los dioses no me abandonaron; el pacto era real.

Me concedieron una segunda oportunidad, no por piedad, sino por equilibrio.

Desperté gritando hace unos días, justo a tiempo para revivir el inicio de mi caída.

Pero esta vez, no había lágrimas ni súplicas.

Solo un vacío helado y una determinación dura como la obsidiana.

"Mi Emperador", dije ahora, mi voz sorprendentemente calmada, sin rastro de la emoción que me consumía.

Levanté la vista y lo miré directamente a los ojos.

Itzcóatl se desconcertó, esperando histeria.

"¿No tienes nada que decir, mujer? ¿Ninguna súplica a tus dioses falsos?".

Su arrogancia era palpable.

Citlali se aferró a su brazo, su preocupación fingida.

"Mi señor, no seas tan duro con ella", dijo con voz melosa, "Quizás cree en esas viejas historias; no es su culpa ser tan ignorante".

Sus palabras, veneno envuelto en miel, antes me enfurecían.

Ahora, las recibí con una serenidad que los descolocó.

Hice una reverencia profunda, una sumisión que contradecía la tormenta en mi interior.

"La sabiduría del Emperador es tan vasta como el cielo", dije, con sinceridad vacía. "Si mi presencia y mi linaje son una farsa, entonces no soy digna de estar a su lado".

El silencio en el salón fue absoluto.

"Me retiraré a mis aposentos y esperaré el juicio del Emperador", continué.

Itzcóatl frunció el ceño; mi sumisión lo desarmaba.

"¡Vete!", espetó, "¡No quiero volver a ver tu rostro!".

Caminé hacia la salida, mi mirada se cruzó con Cuauhtémoc, el líder de los guerreros águila, él creía en el pacto.

Mientras pasaba, Citlali soltó una risita cristalina, y él la rodeó con sus brazos, su adoración ciega.

La escena quemaba en mi memoria, una réplica exacta del pasado.

Pero esta vez, el dolor no me paralizó, alimentó la llama fría en mi pecho.

Los dejé en su nido de amor y ambición.

No volvería a suplicar.

Esta vez, simplemente me haría a un lado.

Y observaría cómo el imperio, cuya prosperidad dependía de mi sangre, se desmoronaba hasta convertirse en polvo.

Y él, el gran Emperador Itzcóatl, se arrastraría sobre esas cenizas, suplicando por la farsa que ahora repudiaba.

Esa era mi nueva meta, mi única razón para esta segunda vida.

No buscaría venganza activa, solo dejaría que la verdad se revelara a través de la hambruna, la sequía y la desesperación.

Mi venganza sería la propia caída de Itzcóatl.

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