El Perfume de Tu Ausencia

El Perfume de Tu Ausencia

Gavin

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Capítulo

Mi abuela me dejó el mejor de los legados: el olor a cilantro, la sazón en mis manos y el sueño de mi puesto de tacos. Años de sudor y ahorro para comprar la esquina más codiciada de la plaza, mi pequeño reino de lámina y acero inoxidable, hasta que un día, el gordo Ledesma, el cacique que todos temían, apareció y con una sonrisa torcida, se apropió de todo. Mis papeles, mi esfuerzo, mis ilusiones... para él no valían nada y sus matones, con total impunidad, destruyeron mi puesto, pisoteando incluso el retrato de mi abuela. La ley parecía sorda ante mi clamor y la gente, amordazada por el miedo, solo desviaba la mirada. ¿Cómo era posible que un hombre pudiera pisotear años de trabajo y un legado familiar sin consecuencia alguna? ¿Dónde quedaba la justicia cuando el miedo era la moneda que compraba el silencio? Pero en medio de la desesperación, la voz de mi abuela y sus historias de viejos luchadores resonaron. No me iba a rendir. Si la ley de los hombres no servía, buscaría la de los justicieros del pueblo.

Introducción

Mi abuela me dejó el mejor de los legados: el olor a cilantro, la sazón en mis manos y el sueño de mi puesto de tacos.

Años de sudor y ahorro para comprar la esquina más codiciada de la plaza, mi pequeño reino de lámina y acero inoxidable, hasta que un día, el gordo Ledesma, el cacique que todos temían, apareció y con una sonrisa torcida, se apropió de todo.

Mis papeles, mi esfuerzo, mis ilusiones... para él no valían nada y sus matones, con total impunidad, destruyeron mi puesto, pisoteando incluso el retrato de mi abuela. La ley parecía sorda ante mi clamor y la gente, amordazada por el miedo, solo desviaba la mirada.

¿Cómo era posible que un hombre pudiera pisotear años de trabajo y un legado familiar sin consecuencia alguna? ¿Dónde quedaba la justicia cuando el miedo era la moneda que compraba el silencio?

Pero en medio de la desesperación, la voz de mi abuela y sus historias de viejos luchadores resonaron. No me iba a rendir. Si la ley de los hombres no servía, buscaría la de los justicieros del pueblo.

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Dejé a mi pequeña Valentina en la peluquería, y su "adiós, mami" fue la última melodía de mi vida normal. Menos de una hora después, mi mundo se desmoronó. Una llamada me arrastró de vuelta a la escena: la peluquería acordonada, el olor metálico a sangre y un pequeño bulto cubierto por una sábana blanca, manchada de rojo. Grité su nombre, pero mis súplicas se ahogaron en el horror. La policía me mostró un video. En él, era yo, con un rostro desfigurado por la furia, unas tijeras en mi mano, y el movimiento descendiendo hacia mi hija. "¡No, eso no es real!", clamé, pero nadie me creyó. Mi esposo, Ricardo, me miró con horror y acusación, la gente me señaló como la "madre monstruo". En la fría sala de interrogatorios, las pruebas se amontonaban: el video "auténtico", la geolocalización, el testimonio de Irma, la dueña de la peluquería, que me presentó como una desequilibrada. Incluso mi historial de depresión postparto fue usado para pintar un retrato de una psicótica. La comandante Mendoza preguntó si había tenido un "episodio psicótico", si había perdido el control sin darme cuenta. ¿Y si era cierto? La duda me carcomía. Me sometieron a hipnosis. En un trance horrible, vi a "mi yo" alternativo, con ojos de hielo y una violencia indescriptible, usando unas tijeras de jardín para dañar a mi propia hija. Me desperté gritando, convencida de mi culpa. Firmé la confesión. Pero mi última chispa de cordura prendió mientras me llevaban: vi a Brenda Díaz, la amante secreta de Ricardo, con los mismos ojos gélidos que el monstruo de mi pesadilla hipnótica. Me liberé, grité su nombre, y de repente, todo encajó. No estaba loca. ¡Fui víctima de una trampa, una conspiración orquestada por ellos para destruirme y quedarse con todo! Sabía que tenía que luchar por la verdad, no solo por mi nombre, sino por Valentina.

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