Justicia para mi hijo

Justicia para mi hijo

Gavin

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Capítulo

El olor a cloro y a desinfectante barato se había vuelto mi perfume diario, un recordatorio constante de mi nueva realidad, muy lejos de la vida que conocía como la esposa de un respetado arqueólogo, Mateo. Hace un año, Mateo desapareció en una expedición, dejándome ahogada en deudas y con nuestro hijo, Leo, gravemente enfermo, necesitando medicinas que el seguro no cubría. Me desvivía, de guía turística por las mañanas a limpiadora por las tardes y vendiendo mis últimos objetos de valor por las noches, cada centavo para mantener a Leo con vida, mientras mi cuerpo y alma se desmoronaban. Un día, limpiando un auto de lujo, vi una foto en el portarretratos digital de una camioneta: era Mateo, sonriendo junto a una mujer rubia, en una playa paradisíaca que nunca habíamos visitado. La siguiente vez, la vi a ella, la "Sra. Valdés", bajando de la misma camioneta, mostrando la foto con una sonrisa, y un mal presentimiento me invadió. La sospecha se volvió horror cuando, en la billetera olvidada de esa camioneta, encontré la licencia de Mateo y una foto de él con la Sra. Valdés y su hijo: eran una familia feliz, con la misma mujer que le había estafado diciendo ser inversionista. Todo fue una farsa: Mateo no desapareció, nos abandonó, a mí y a su hijo enfermo, mientras construía una nueva vida de lujos con otra mujer, usándonos para su plan, su "inversión fallida" era un cruel engaño. Me dejó en la miseria, mi hogar embargado, el futuro de Leo pendiendo de un hilo, todo para vivir su opulencia, comprando vestidos de diseñador para su amante mientras yo luchaba por cada dosis de mi hijo. El dolor de su traición era tan físico, tan visceral, que me dejó sin aliento, una ola glacial de injusticia me recorrió, mi mundo explotó, revelando una verdad podrida. ¿Cómo pudo hacernos esto? ¿Cómo pudo ver a Leo, su propio hijo, como un "error"? La rabia y la desesperación me consumieron. Pero la palabra "error" no rebotaría en vano; mi hijo no sería un peón, y ellos pagarían por cada lágrima, cada humillación, y por la vida que me arrebataron.

Introducción

El olor a cloro y a desinfectante barato se había vuelto mi perfume diario, un recordatorio constante de mi nueva realidad, muy lejos de la vida que conocía como la esposa de un respetado arqueólogo, Mateo.

Hace un año, Mateo desapareció en una expedición, dejándome ahogada en deudas y con nuestro hijo, Leo, gravemente enfermo, necesitando medicinas que el seguro no cubría.

Me desvivía, de guía turística por las mañanas a limpiadora por las tardes y vendiendo mis últimos objetos de valor por las noches, cada centavo para mantener a Leo con vida, mientras mi cuerpo y alma se desmoronaban.

Un día, limpiando un auto de lujo, vi una foto en el portarretratos digital de una camioneta: era Mateo, sonriendo junto a una mujer rubia, en una playa paradisíaca que nunca habíamos visitado.

La siguiente vez, la vi a ella, la "Sra. Valdés", bajando de la misma camioneta, mostrando la foto con una sonrisa, y un mal presentimiento me invadió.

La sospecha se volvió horror cuando, en la billetera olvidada de esa camioneta, encontré la licencia de Mateo y una foto de él con la Sra. Valdés y su hijo: eran una familia feliz, con la misma mujer que le había estafado diciendo ser inversionista.

Todo fue una farsa: Mateo no desapareció, nos abandonó, a mí y a su hijo enfermo, mientras construía una nueva vida de lujos con otra mujer, usándonos para su plan, su "inversión fallida" era un cruel engaño.

Me dejó en la miseria, mi hogar embargado, el futuro de Leo pendiendo de un hilo, todo para vivir su opulencia, comprando vestidos de diseñador para su amante mientras yo luchaba por cada dosis de mi hijo.

El dolor de su traición era tan físico, tan visceral, que me dejó sin aliento, una ola glacial de injusticia me recorrió, mi mundo explotó, revelando una verdad podrida.

¿Cómo pudo hacernos esto? ¿Cómo pudo ver a Leo, su propio hijo, como un "error"? La rabia y la desesperación me consumieron.

Pero la palabra "error" no rebotaría en vano; mi hijo no sería un peón, y ellos pagarían por cada lágrima, cada humillación, y por la vida que me arrebataron.

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Introducción Me desperté en mi propia cama, el sol de La Rioja se filtraba suavemente por las persianas de mi habitación. Por un momento, el familiar aroma a madera vieja de la bodega llenó el aire, y todo pareció extrañamente normal. Pero entonces, un escalofrío glaciar me recorrió, no del frío, sino de un recuerdo que me heló hasta el alma. Era la vívida pesadilla de estar atrapada en un cuerpo diminuto y peludo, ladrando desesperadamente sin que nadie entendiera mis gritos. El recuerdo pavoroso de ver mi propio rostro, o el cuerpo que una vez fue mío, sonriendo mientras el veterinario inyectaba la letal dosis en una fría y maloliente perrera. Vi a Carmen, la esposa de mi hermanastro, habitar mi cuerpo, celebrando mi muerte con una copa de nuestro mejor reserva. A su lado, mis cómplices: mi prometido, Javier, y mi hermanastro Mateo. Habían intercambiado nuestras almas, todo por la herencia y la bodega familiar que mi padre me había destinado. Fui traicionada por los que más amaba, robada de mi vida y condenada a la agonía de un animal doméstico. La injusticia me quemaba, la crueldad de su plan era simplemente inconcebible. Miré mis manos, eran mis propias manos, no las patas de un cachorro. Toqué mi piel, era la mía, no el pelaje blanco y rizado de un Bichón Frisé. Había renacido. Estaba de vuelta. En el día de mi compromiso, el día exacto en que todo había comenzado. Esta vez, armada con la desgarradora memoria de mi muerte y una sed insaciable de justicia, ellos no tendrían escapatoria.

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El dolor me partió el abdomen en dos. Era mi cumpleaños, y Alejandro, a quien había criado con el amor de una madre por diez años, me sonreía. Acababa de regalarme un licuado de fresa, una bebida que ahora quemaba mis entrañas. Pero el ardor no era solo físico; era la amarga verdad que susurró: "Siempre te he odiado, Sofía. Te odio porque cada vez que te veo, veo la cara de mi madre." Luego, la mancha carmesí en mi vestido blanco: mi bebé, el hijo de Ricardo, mi prometido. Mi prometido, que llegó para consolarme, para decirme que era un "aborto espontáneo" y que Alejandro "solo bromeaba". Luego me miró con asco y dijo: "Estás hecha un desastre. Hueles a enfermedad". En mi lecho de dolor, vi la película silenciosa de mi vida: diez años entregados a la promesa hecha a mi padre. Diez años cuidando de una familia que no era mía, de una empresa que yo manejaba mientras ellos ponían el nombre. Incluso mi propia madre, al enterarse de mi compromiso, solo llamó para asegurar su pensión, susurrándome que no fuera "egoísta". ¿Egoísta yo? La que había sacrificado su juventud por todos. Mi cuerpo dolía, mi corazón estaba roto, pero una rabia fría y dura como el acero me inundó. "¿Qué quieres, Sofía?", me preguntó Ricardo el hipócrita. "¿Dinero? ¿Joyas? ¿O quieres que formalicemos el matrimonio? Puedo llamar al juez mañana mismo." ¡El matrimonio era el premio de consolación por mi sumisión! Con una calma aterradora, tomé un trozo de cristal de un jarrón roto. Debía romper el lazo, destruir el símbolo que me ataba a su odio. "¡Sofía, no!" , gritó Ricardo, pero era demasiado tarde. Con un movimiento rápido, arrastré el cristal por mi mejilla izquierda. El dolor era liberador. Ya no era la Sofía que conocían, la que odiaban, la que usaban. Y en medio del horror en sus rostros, me eché a reír. Esa risa, que estalló como dinamita, me liberó de una cárcel de diez años. Y así, ensangrentada, pero con el alma libre, crucé la puerta, dejando atrás el veneno y el dolor. No había vuelta atrás.

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