Siete años después de mi muerte, ni la tumba me dio paz. Mi hermana Sofía, la Reina, la misma que tosió sangre por años y vio a nuestro reino caer, finalmente exhaló su último aliento. Pero su agonía no era por su enfermedad, era el preludio de mi juicio póstumo, un espectáculo macabro donde todos clamaban venganza contra Elena, la bruja muerta. Mi Rey, Ricardo, el hombre al que una vez amé más que a mi propia vida, juró aplastar mi alma convertida en amuleto. Incluso mis padres, aquellos que me dieron la vida y me la arrebataron, se unieron al coro de odio, desenterrando mi ataúd con una bandera de contención de almas, ritual reservado para los peores criminales. Con malicia en sus rostros, clamaron, no por descansar en paz, sino por una tortura eterna en un cerdo. ¿Cómo podía el amor de mi vida odiarme tanto? ¿Por qué mis propios padres, aquellos que debieron protegerme, deseaban mi sufrimiento más allá de la muerte? Viajaron a la tierra salvaje de mi exilio, buscando mis restos para profanarlos. Pero al llegar, no me encontraron a mí. En su lugar, hallaron a mi pequeña hija, la niña que nadie sabía que existía, acunando mi tablilla conmemorativa, esperando justicia. Ricardo, el que creyó todas las mentiras, la arrojó sin piedad a una pila de cadáveres, desatando su furia. En ese instante, mi alma fragmentada, atrapada en el horquilla de madera de mi hija, sintió la misma agonía, la misma desesperación. Grité, pero nadie me escuchó. Solo pude ver cómo pateaban a mi hija, la maldecían y la humillaban. Fue entonces, al verla al borde de la muerte, que mi pequeña, en un acto supremo de amor y sacrificio, activó el Testimonio de Sangre, un hechizo que revelaría la verdad, una verdad que Ricardo y todos ellos se negaron a creer. Esta es la historia de cómo una bruja, traicionada por los suyos, encontró la redención a través de una hija que desafió la muerte para limpiar su nombre.
Siete años después de mi muerte, ni la tumba me dio paz.
Mi hermana Sofía, la Reina, la misma que tosió sangre por años y vio a nuestro reino caer, finalmente exhaló su último aliento.
Pero su agonía no era por su enfermedad, era el preludio de mi juicio póstumo, un espectáculo macabro donde todos clamaban venganza contra Elena, la bruja muerta.
Mi Rey, Ricardo, el hombre al que una vez amé más que a mi propia vida, juró aplastar mi alma convertida en amuleto.
Incluso mis padres, aquellos que me dieron la vida y me la arrebataron, se unieron al coro de odio, desenterrando mi ataúd con una bandera de contención de almas, ritual reservado para los peores criminales.
Con malicia en sus rostros, clamaron, no por descansar en paz, sino por una tortura eterna en un cerdo.
¿Cómo podía el amor de mi vida odiarme tanto? ¿Por qué mis propios padres, aquellos que debieron protegerme, deseaban mi sufrimiento más allá de la muerte?
Viajaron a la tierra salvaje de mi exilio, buscando mis restos para profanarlos.
Pero al llegar, no me encontraron a mí.
En su lugar, hallaron a mi pequeña hija, la niña que nadie sabía que existía, acunando mi tablilla conmemorativa, esperando justicia.
Ricardo, el que creyó todas las mentiras, la arrojó sin piedad a una pila de cadáveres, desatando su furia.
En ese instante, mi alma fragmentada, atrapada en el horquilla de madera de mi hija, sintió la misma agonía, la misma desesperación.
Grité, pero nadie me escuchó.
Solo pude ver cómo pateaban a mi hija, la maldecían y la humillaban.
Fue entonces, al verla al borde de la muerte, que mi pequeña, en un acto supremo de amor y sacrificio, activó el Testimonio de Sangre, un hechizo que revelaría la verdad, una verdad que Ricardo y todos ellos se negaron a creer.
Esta es la historia de cómo una bruja, traicionada por los suyos, encontró la redención a través de una hija que desafió la muerte para limpiar su nombre.
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