Llegué a la reunión de exalumnos, un fantasma en mi propio pasado, el hijo del conserje entre trajes de diseñador y relojes caros. Mis antiguos compañeros, ahora "exitosos", me ignoraban, como si limpiar pizarras fuera la única marca que dejé. Entonces, la prepotencia de Rodrigo, el hijo del magnate, rompió el silencio con una burla: "¿Qué haces aquí, Ricardito? ¿Vienes a servir tragos?". Las risas estallaron mientras él tiraba un fajo de billetes a mis pies, exigiéndome que me arrodillara para limpiar sus zapatos con mi saco. La humillación era familiar, un sabor amargo en la boca que siempre supe tragar. Sentí la injusticia quemarme el alma: ¿cómo podían estos parásitos comprados y pagados creerse superiores? Pero de mi bolsillo saqué una llave dorada, un símbolo que ellos no reconocían, la prueba de que el poder verdadero no se compra, se gana. Esta vez, el hijo del conserje no se arrodillaría; se levantaría y les mostraría el verdadero significado de la autoridad. Mi padre me enseñó algo que su dinero jamás compraría: dignidad y honestidad. Y ahora, era el momento de abrir una puerta que ellos ni siquiera sabían que existía, una puerta que aplastaría su mundo de privilegios. No solo iba a asistir a la reunión; Rodrigo, acababas de firmar la sentencia de tu propia familia, y ni cuenta te dabas. Porque la Academia, y quienes portamos su llave, no perdonamos. Jamás.
Llegué a la reunión de exalumnos, un fantasma en mi propio pasado, el hijo del conserje entre trajes de diseñador y relojes caros.
Mis antiguos compañeros, ahora "exitosos", me ignoraban, como si limpiar pizarras fuera la única marca que dejé.
Entonces, la prepotencia de Rodrigo, el hijo del magnate, rompió el silencio con una burla: "¿Qué haces aquí, Ricardito? ¿Vienes a servir tragos?".
Las risas estallaron mientras él tiraba un fajo de billetes a mis pies, exigiéndome que me arrodillara para limpiar sus zapatos con mi saco.
La humillación era familiar, un sabor amargo en la boca que siempre supe tragar.
Sentí la injusticia quemarme el alma: ¿cómo podían estos parásitos comprados y pagados creerse superiores?
Pero de mi bolsillo saqué una llave dorada, un símbolo que ellos no reconocían, la prueba de que el poder verdadero no se compra, se gana.
Esta vez, el hijo del conserje no se arrodillaría; se levantaría y les mostraría el verdadero significado de la autoridad.
Mi padre me enseñó algo que su dinero jamás compraría: dignidad y honestidad.
Y ahora, era el momento de abrir una puerta que ellos ni siquiera sabían que existía, una puerta que aplastaría su mundo de privilegios.
No solo iba a asistir a la reunión; Rodrigo, acababas de firmar la sentencia de tu propia familia, y ni cuenta te dabas.
Porque la Academia, y quienes portamos su llave, no perdonamos. Jamás.
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