Regreso a Mi Hogar Verdadero

Regreso a Mi Hogar Verdadero

Gavin

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Capítulo

Salí de ese laboratorio subterráneo, si es que a tres años de encierro se le puede llamar salir, arrastrando mis piernas inútiles, recordatorio constante de la crueldad de mi esposo, Rodrigo. El aire fresco, un lujo olvidado, golpeó mi rostro pálido y demacrado, contrastando con el resplandor de Elena, la supuesta "alma gemela" de Rodrigo, radiante a su lado mientras a mí la suciedad y la desnutrición me desfiguraban. Él, director millonario de "Innovaciones Globales", me miró con desdén gélido: "Sofía, le robaste a Elena el premio, casi la matas. Arrodíllate y pídele disculpas si quieres seguir siendo la señora de la Torre." Mi corazón, antes entregado, se encogió ante la burla velada de Elena, que actuaba la víctima perfecta. En mi mente, la voz del sistema, que me trajo aquí para conquistar a Rodrigo, sentenció: "Misión fallida, favorabilidad -100. ¿Desea renunciar y volver a casa?" Tres años encerrada, acusada de plagiar mi propio trabajo, incriminada en un accidente que yo previne, mis piernas rotas por su orden, mi hijo Carlitos envenenado con mentiras en mi contra, todo mientras Rodrigo creyó cada palabra de Elena, la verdadera manipuladora. La humillación, el dolor y la traición me abrumaban; no quedaba nada que salvar. "Sí", le susurré al sistema, "quiero volver a casa". Pero el destino, o la ironía, tenía otros planes. Justo cuando Rodrigo, impaciente por mi silencio, se acercaba para arrastrarme, mi cuerpo comenzó a desvanecerse en partículas de luz, dejándolo sumido en un pánico ciego. Me marché, desaparecí del mundo. Sin embargo, mi verdadero martirio estaba por revelarse. No regresé a casa, sino que mi conciencia fue lanzada a un vacío perturbador, donde descubrí la amarga verdad: Rodrigo no quería castigarme con el encierro, sino convertirme en el último sacrificio para Elena, su "alma gemela". Necesitaban un donante de corazón, y yo era la candidata perfecta, mi existencia, borrada, mi corazón, arrancado para su felicidad postiza. La cruelmente orquestada "enfermedad cardíaca" de Elena, la médica sobornada, todo un plan diabólico. La furia me invadió como nunca antes. ¿Sacrificar a la madre de su hijo por una mentira, por una mujer que no merecía vivir, y peor aún, manipular a mi propio hijo para odiarme? ¡Era insoportable! Pero justo cuando la jeringa sedante se acercaba, la voz desesperada de Carlitos irrumpió en la sala de operaciones: "¡PAPÁ, NO! ¡Leí su diario! ¡Elena es la mentirosa! ¡Ella lo planeó todo!" Rodrigo quedó paralizado al ver en la mano de nuestro hijo mi diario, la verdad expuesta. No importaba lo tarde que fuera, algo en mí renacería. Mi corazón se detuvo, pero una nueva misión me esperaba. El sistema me dio una opción: regresar y rectificar, salvar a Rodrigo de su oscuridad, y en el proceso, salvar también la vida de mi sobrina, quien en mi mundo original, se estaba muriendo. Tuve que aceptar, regresando no al vacío, sino al momento exacto en que mi vida se desmoronó, esta vez para cambiar mi destino y el de aquellos a quienes amo.

Introducción

Salí de ese laboratorio subterráneo, si es que a tres años de encierro se le puede llamar salir, arrastrando mis piernas inútiles, recordatorio constante de la crueldad de mi esposo, Rodrigo. El aire fresco, un lujo olvidado, golpeó mi rostro pálido y demacrado, contrastando con el resplandor de Elena, la supuesta "alma gemela" de Rodrigo, radiante a su lado mientras a mí la suciedad y la desnutrición me desfiguraban. Él, director millonario de "Innovaciones Globales", me miró con desdén gélido: "Sofía, le robaste a Elena el premio, casi la matas.

Arrodíllate y pídele disculpas si quieres seguir siendo la señora de la Torre." Mi corazón, antes entregado, se encogió ante la burla velada de Elena, que actuaba la víctima perfecta.

En mi mente, la voz del sistema, que me trajo aquí para conquistar a Rodrigo, sentenció: "Misión fallida, favorabilidad -100. ¿Desea renunciar y volver a casa?" Tres años encerrada, acusada de plagiar mi propio trabajo, incriminada en un accidente que yo previne, mis piernas rotas por su orden, mi hijo Carlitos envenenado con mentiras en mi contra, todo mientras Rodrigo creyó cada palabra de Elena, la verdadera manipuladora. La humillación, el dolor y la traición me abrumaban; no quedaba nada que salvar. "Sí", le susurré al sistema, "quiero volver a casa".

Pero el destino, o la ironía, tenía otros planes. Justo cuando Rodrigo, impaciente por mi silencio, se acercaba para arrastrarme, mi cuerpo comenzó a desvanecerse en partículas de luz, dejándolo sumido en un pánico ciego. Me marché, desaparecí del mundo. Sin embargo, mi verdadero martirio estaba por revelarse. No regresé a casa, sino que mi conciencia fue lanzada a un vacío perturbador, donde descubrí la amarga verdad: Rodrigo no quería castigarme con el encierro, sino convertirme en el último sacrificio para Elena, su "alma gemela". Necesitaban un donante de corazón, y yo era la candidata perfecta, mi existencia, borrada, mi corazón, arrancado para su felicidad postiza. La cruelmente orquestada "enfermedad cardíaca" de Elena, la médica sobornada, todo un plan diabólico.

La furia me invadió como nunca antes. ¿Sacrificar a la madre de su hijo por una mentira, por una mujer que no merecía vivir, y peor aún, manipular a mi propio hijo para odiarme? ¡Era insoportable! Pero justo cuando la jeringa sedante se acercaba, la voz desesperada de Carlitos irrumpió en la sala de operaciones: "¡PAPÁ, NO! ¡Leí su diario! ¡Elena es la mentirosa! ¡Ella lo planeó todo!" Rodrigo quedó paralizado al ver en la mano de nuestro hijo mi diario, la verdad expuesta. No importaba lo tarde que fuera, algo en mí renacería. Mi corazón se detuvo, pero una nueva misión me esperaba. El sistema me dio una opción: regresar y rectificar, salvar a Rodrigo de su oscuridad, y en el proceso, salvar también la vida de mi sobrina, quien en mi mundo original, se estaba muriendo. Tuve que aceptar, regresando no al vacío, sino al momento exacto en que mi vida se desmoronó, esta vez para cambiar mi destino y el de aquellos a quienes amo.

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El zumbido del aire acondicionado en el aeropuerto apenas disimulaba el silencio entre Ricardo y yo; nuestro viaje a Oaxaca, planeado por meses como una pre-luna de miel, de repente se sintió como un último aliento. Justo cuando Ricardo me preguntaba si estaba emocionada, con esa sonrisa perfecta suya, vi a Elena. Venía hacia nosotros con su hija Isabella, esa influencer de viajes, la ex de Ricardo, la madre de su única conexión con un pasado que yo intentaba ignorar. La voz de Elena, demasiado alta, anunció que ellas también iban a Oaxaca, y la sonrisa de Ricardo se congeló, aunque rápidamente la transformó en una máscara de sorpresa forzada. Luego, la pequeña Isabella, con los ojos de su madre, se escondió detrás de Elena, mirándome con una evaluación inquietante, no la inocencia de una niña. Elena, con una falsa dulzura, comentó sobre mi atuendo: "Qué bonito tu conjunto. ¿Lo diseñaste tú?". Sabía que lo decía para recalcar que mi profesión era un "pasatiempo caro", algo que mi familia, y a veces Ricardo, creían. Y entonces, sin que yo pudiera procesar la humillación, Elena pidió sentarse con nosotros en el avión, alegando que Isabella "se sentía mal". Ricardo, en lugar de poner límites, solo miró a la niña que convenientemente empezó a toser de forma exagerada, y cedió. Nuestro espacio para dos se hizo añicos, y me encontré sentada al otro lado, una extraña en lo que debería haber sido nuestro viaje de prometidos, mientras Ricardo les ponía caricaturas a Isabella y Elena le acariciaba el brazo. Cuando en el avión me pidieron cambiar mi asiento de primera clase por uno en turista para que Elena y su hija pudieran estar junto a Ricardo, vi la súplica en sus ojos: "No armes un escándalo, Sofía". No dije nada, solo tomé mi bolso y me fui a la fila de atrás, sentándome junto a un extraño, mientras los veía desde la distancia. Vi cómo la mano de Elena descansaba sobre la de Ricardo, cómo él le abrochaba el cinturón a Isabella, cómo reían y murmuraban, creando una burbuja a la que yo no pertenecía. El avión despegó y Ricardo, reclinado con Elena en su hombro, ni siquiera me buscó con la mirada. En ese momento, supe que no era solo el viaje lo que no había terminado antes de empezar, sino mi relación. La humillación continuó en Oaxaca, donde Elena monopolizó a Ricardo, quien ignoró mis diseños para escucharla. Al día siguiente, me desperté sola con una nota de Ricardo: "Fui con Elena a llevar a Isa a un tour... Te amo". "Te amo", la palabra se sentía tan vacía. Entonces lo vi en Instagram: Elena había subido una foto de Ricardo con el pie de foto: "Mío". Y el comentario de mi propio hermano, Diego: "¡Cuñado! ¡Se te ve increíble! Disfruten. Elena, cuídalo bien". Mi propio hermano estaba del lado de ella. El último clavo fue el comentario de Elena, respondiéndole a alguien: "Ricardo dice que Sofía es un poco aburrida para estos viajes, que no le gusta la aventura, jeje". Sentí el aire faltarme, la humillación pública era total. No era solo Ricardo, era mi familia, era el mundo que me había traicionado. Con las manos temblorosas, abrí mi celular y busqué el nombre de Ricardo. Presioné "Bloquear contacto". Y luego, con una sonrisa amarga, cancelé su boleto de avión de primera clase, el que yo le había regalado por su cumpleaños, dejándolo varado. Mi guerra había terminado.

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Corrí por los pasillos estériles del hospital, con el corazón desbocado. Después de semanas de oscuridad, Ricardo, el amor de mi vida, por fin había despertado. Al llegar a su puerta, grité su nombre, las lágrimas de felicidad nublando mi vista. Pero en la habitación, junto a mi prometido, estaba Isabel, la hija de una de las familias más ricas de la ciudad, con una sonrisa de triunfo. «¿Quién eres tú?», me soltó Ricardo, con una voz helada que no reconocí. Luego de 15 años juntos, me miraba con mis propios ojos, los ojos que le doné para que pudiera volver a ver. «Mi prometida está aquí, aléjate», añadió, y mi mundo se vino abajo. Isabel, con falsa compasión, me dijo: «Sé que siempre te ha gustado Ricardo, pero eres solo una sirvienta de nuestra casa. Por favor, no lo molestes». «¿Sirvienta?», susurré, confundida. Su madre, con una risa cruel, sentenció: «Mi hijo jamás se comprometería con alguien como tú. Isabel es su prometida, ella le donó las córneas». La hermana de Ricardo añadió: «Eres una trepadora. Pensaste que con el accidente podrías aprovecharte. La gente como tú siempre tiene su lugar. Y el tuyo no es aquí». La humillación me quemaba. Me habían robado a mi hombre, mi sacrificio, mi identidad. «¡No! ¡Eso es mentira! ¡Yo le doné mis ojos! ¡Ricardo, tienes que recordarme!», grité. Pero su madre ordenó a seguridad que me sacaran al grito de: «¡Vuelve a la mansión ahora mismo! ¡Tienes que preparar la cena! ¡Es lo único para lo que sirves!». Él solo me miró con indiferencia mientras me arrastraban fuera, rompiéndome el corazón. Atrapada en esa mansión, me obligaron a cocinar para los que me habían destruido. Un día, Isabel derramó té caliente sobre mí y Laura, su hermana, me empujó contra la estufa. Yo, con la piel ardiendo, susurré: «Por favor, necesito algo para la quemadura». Laura se rio: «Deberías estar agradecida de tener un techo. Limpia ese desastre. Ricardo tiene hambre». «Por favor, solo déjame hablar con él. Él me escuchará», supliqué. Entonces, Laura me empujó de nuevo, y mi mano chocó con la olla caliente. «¡Ya basta!», gritó una voz, era Ricardo, con el ceño fruncido. Isabel y Laura mintieron, diciendo que me había quemado sola y que estaba obsesionada. Él se acercó y, sin dudarlo, me soltó: «No sé quién eres, pero ya me cansé de tus mentiras y tu escándalo. Isabel es la mujer que amo. Tú no eres nadie». Me agarró el brazo herido. «No vuelvas a molestar a mi familia». Me soltó con un empujón. El hombre que me prometió amor eterno, me trataba como basura. Ese día, mientras limpiaba, vi cómo desenterraban los cactus, el símbolo de nuestro amor. «¡No! ¡Deténganse! ¡Son míos!», grité, defendiéndolos. Isabel se burló: «Nada en esta casa es tuyo. Eres una empleada. Quítate o te despido». Ricardo apareció y, con rabia, empezó a arrancar los cactus con sus propias manos. Me lanzó uno, las espinas se incrustaron en mi brazo. «¡No quiero volver a ver tu cara en esta casa!», me gritó. «Lárgate. Estás despedida», sentenció Isabel. Me arrojaron mis cosas a la calle. Me quedé allí, en la acera, arrodillada, mi vida reducida a cenizas y espinas. ¿Cómo pude perderlo todo por la amnesia de él y la malicia de ellos? Debería haber muerto en ese terremoto. Un día mi esposo me amó, me adoró, y al día siguiente me golpeó y me echó a la calle. Me encontró Eduardo, el primo de Ricardo. Me miró con compasión, curó mis heridas. «Cásate conmigo», me dijo. «Te protegeré. Nadie volverá a lastimarte». Asentí, sin entender aún por qué. Pero esa noche, Ricardo encontró algo que podría cambiarlo todo: un viejo álbum lleno de fotos nuestras.

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