El salón del té era un refugio elegante y sofisticado, una especie de santuario donde las tensiones del día se disolvían entre suaves tazas de porcelana y conversaciones cautivadoras. La decoración era delicada, con paneles de madera tallada que mostraban escenas etéreas de paisajes tranquilos, y las paredes estaban cubiertas de cortinas de seda en tonos suaves, como el marfil y el lavanda. El aroma de té de jazmín y sándalo flotaba en el aire, creando una atmósfera cálida y acogedora, ideal para relajarse.
Las mesas eran de mármol blanco, con delicadas flores frescas en centros adornados, y cada rincón del salón estaba iluminado por luces suaves, que bailaban sobre los elegantes vestidos de las cortesanas. Las mujeres que trabajaban allí no eran solo bellas, sino que su gracia y habilidad en las artes eran incomparables. Algunas cantaban canciones suaves que envolvían el ambiente, mientras otras eran maestras en los juegos de mesa, donde la estrategia y el intelecto se mezclaban con la diversión. Las mejores oradoras del lugar lograban atrapar a los hombres en largas conversaciones profundas, y las que eran expertas en escuchar ofrecían una paciencia y compasión que pocos podían resistir. Las bailarinas, con sus movimientos fluidos, parecían deslizarse como sombras delicadas por el salón, dejando a todos cautivados.
A pesar de la sofisticación de las cortesanas, había algo en su presencia que era intencionalmente enigmático. Sus cabellos, largos y cuidados, caían con suavidad o se recogían en peinados elaborados que las hacían ver como diosas de un antiguo reino. Los vestidos que llevaban, de telas finas y colores ricos, abrazaban sus cuerpos con tal delicadeza que dejaban entrever las formas de manera sutil y elegante, sin ser jamás vulgares. Las mangas largas de sus trajes estaban diseñadas según la especialidad de cada una: las que eran oradoras o jugadoras de mesa llevaban mangas ajustadas, mientras que las bailarinas optaban por mangas amplias que fluían a su paso.
Aunque la intimidad no era parte explícita de su oferta, el deseo siempre flotaba en el aire. Las cortesanas sabían perfectamente cómo jugar con la fascinación y la atracción, sin llegar a traspasar los límites de la decencia. Para quienes deseaban más que solo entretenimiento, el precio era alto, pero en ese entorno refinado, lo que se vendía no era el cuerpo, sino el arte del deleite mental y emocional. Nadie salía del salón del té sin sentirse profundamente tocado, ya fuera por la belleza visual, la conversación estimulante, o el sensual encanto de las danzas suaves.
Este espacio era tanto un refugio como una cápsula del deseo reprimido, donde el lujo y la seducción se entrelazaban de forma impecable.
El ambiente, que ya solía ser cautivador, aquella noche parecía vibrar con una energía distinta. Todos lo sentían. Era como si la atmósfera misma se inclinara ante la llegada de la nueva cortesana, una figura envuelta en misterio y poder silencioso. Su andar no era apresurado ni tímido, sino pausado, firme, como si el salón entero le perteneciera aunque acabara de llegar. Su cabello, negro como la tinta fresca, caía en una cascada lacia sobre su espalda, recogido parcialmente por delicadas horquillas de plata. El velo que cubría la mitad inferior de su rostro solo alimentaba las preguntas que ya hervían entre los murmullos de los presentes.
Se sentó con gracia en la mesa de ajedrez, cruzó las piernas con natural elegancia y comenzó a jugar. No habló mucho. Sus ojos oscuros hablaban por ella, tan expresivos y serenos como peligrosos. Los hombres que se sentaban frente a ella no tardaban en caer derrotados, no solo en el tablero, sino en el orgullo. Pero nadie se molestaba. Al contrario, parecía que perder ante ella era un honor, una forma de haber estado cerca de su presencia por unos minutos más.
En la esquina más discreta del salón, él la observaba. Alto, de complexión fuerte, rostro duro marcado por años de guerra y decisiones difíciles. Tenía las manos grandes, las venas saltadas, y unos ojos que habían visto más muerte que belleza. No era un hombre que perdiera el tiempo en distracciones. Había venido con su grupo para una tarea concreta: contactar a alguien que no había llegado. La frustración se escondía bajo la superficie de su expresión, pero entonces la vio. Y el mundo se detuvo un segundo.
Ella era un enigma envuelto en terciopelo azul eléctrico.
La tela del vestido se aferraba a sus caderas, caía con gracia tras ella como una ola nocturna, y resaltaba su figura como una obra de arte que desafiaba la vulgaridad. Sus manos, tan suaves pero firmes, movían las piezas de ajedrez como si fuera una danza silenciosa. Él notó los pequeños detalles: la forma en que sus ojos se estrechaban cuando alguien hacía una jugada inteligente, la leve curvatura de sus labios, apenas perceptible por la suave tela que la cubría, cuando ganaba sin esfuerzo. Todo en ella estaba perfectamente medido. Y eso le intrigó.
-¿La conoces? -preguntó uno de los hombres que estaba con él, notando que sus ojos ya no se despegaban de ella.
-No -respondió sin dejar de mirar-. Pero quiero saber quién es.
No era deseo lo que sentía exactamente. Era una mezcla peligrosa de fascinación, curiosidad y... una alarma interna que le decía que esa mujer no estaba ahí por simple entretenimiento. Había algo más. Nadie con esa mirada fría y ese tipo de inteligencia se presentaba en un lugar como aquel por azar.