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Capítulo 1
JESS.
Las noches se habían convertido en unas de las mejores cosas favorita para Jess; pues con ella le era fácil mirar el cielo lleno de estrellas y saber que, en alguna parte, ha muchos años luz de la tierra, estaba él. La persona de la que se había enamorado profundamente pero que fue demasiado testaruda para admitirlo. Ahora se arrepentía de no haberlo hecho, de no haberle dicho cómo se sentía.
Por más que trató de sacar a Bex de sus pensamientos no podía. Y siempre, en el momento que fuera, le venía a su mente la última noche que estuvo con él en su casa. Esas noches fueron las peores de todas para Jess; ya que tuvo que actuar como si nada extraño pasara cuando él estaba cerca, y la verdad es que estaba lejos de todo eso.
Decirle mentiras a alguien era malo, pero mentirse a sí misma era aún peor. Era una destrucción a su propia alma.
Cuánto deseaba volver a verlo. Ver a Bex, a Karen e incluso Drak y Gexton, esos honorables guerreros que lucharon por ellas y las salvaron. Aún se sonrojaba por los problemas que le dio a los pobres hombre, cuando lo único que querían era ayudarla.
Soltando un suave suspiro, volvió la mirada a la entrada de su casa; justo a tiempo para ver a su madre aparecer con Daisy en el camino de tierra, después de su largo paseo nocturno. Adicción que adquirió poco después de que Jess hubiera desaparecido. Su mamá le había explicado que después de que desapareció, lo único que podía calmarla era salir por las noches con Daisy, y solo así podía conseguir dormir.
Lo que Jess consiguió al volver a casa fue horrible para ella, dejándola con el corazón destrozado y sintiendo la culpa desgarrar su pobre alma con cada día que pasaba. Su padre había muerto de un ataque al corazón poco después de ella desaparecer y no poderla encontrar. Dejando sola a su madre, la cual tuvo que enfrentarse a dos pérdidas. No podía entender de dónde sacaba las fuerzas esa mujer para no romperse en mil pedazos y sacar el rancho adelante. La única persona que había estado con ella fue su fiel empleado Bob, que llevaba años trabajando con sus padres. Pero Jess sabía, que, en algún lugar dentro del corazón de su madre, ella se sentía rota, quebrada, sola.
Jess se sentía culpable por todo y, aunque su madre le aseguró que nada de eso era su culpa, ella sabía que no era así. Ya había pasado tres años desde que regresó a su hogar y aunque extrañaba a los chicos, su único motivo para querer volver de verdad eran sus padres. Y solo uno faltaba.
Levantándose del tejado de la casa, juntó su purgar e índice y se los llevo a la boca, enrollando su lengua en ellos y expulsando el aire de sus pulmones para crear su característico silbido, haciéndole saber a su madre que estaba allí. Su madre llevó una mano a sus ojos para bloquear la luz de los faroles.
—¡Otra vez allá arriba! ¡Sabes que puedes caerte, esas tejas ya están algo viejas y podrías resbalar! —le grito su madre.
Jess le sonrió.
—Ya no soy una niña, mamá. Se tener cuidado. Además, creo que al igual que tú, me gusta subir aquí por las noches y mirar las estrellas. —su madre alzó la cabeza al cielo y sonrió, con una mirada triste en sus bonitos ojos verdes oscuros.
—Es lindo allí fuera, ¿Verdad? —le pregunto su madre con voz ausente. Jess le había contado toda la verdad de lo que había sucedido, ya que solo en ella podía confiar. A las autoridades les dio otra historia completamente diferente: una dónde decía que ella se había escapado con un amante que tenía, mentira que se inventó sobre la marcha al enterarse de que su novio, el hombre que decía amarla, se había casado cuando apenas había transcurrido un año de su desaparición. Dos años estuvo fuera pero que para Jess solo fueron un par de meses.
—Si. Es realmente hermoso ahí fuera. Cosas de las que nunca te imaginarias. —llevando un dedo a su boca le indico que guardara silencio, Jess sentía que el gobierno escuchaba todo lo que se decía. Normalmente hablaban dentro de la casa con el televisor encendido—. La cena está lista. Iré poniendo la mesa. —le dijo antes de comenzar a moverse con cuidado sobre el tejado, hasta la ventana de su habitación. Antes de entrar vio a su madre bajar de la yegua marrón que su padre le había regalado.
«Sé que lo extrañas mamá... Lo siento.» muchas veces deseó poder decirle cada día cuánto lo sentía. Una vez lo intentó y su madre la interrumpió; diciéndole que no quería volver a escucharla lamentarse por algo que ella no tuvo la culpa.
—¿Cómo estuvo tú día en el hospital? —le preguntó su madre sentada a la mesa. Jess había retomado su carrera de doctora estudiando el doble que un estudiante normal, ya que había perdido mucho tiempo, para poder graduarse en la universidad. Ahora se encontraba trabajando como residente en el hospital de Marfen y las jornadas de trabajo eran rudas.
—Agotador. Mi jefe de cirugía es una pesadilla. Le gusta ponerme los casos más complicados para ver cómo salgo de ellos... Solo que no sabe que no pienso darle el gusto de rendirme, si no quisiera salvar vidas no estaría ahí en primer lugar. —ella recordó la pequeña discusión que tuvo con el idiota de su jefe esa misma mañana, cuando la acorraló en la sala de descanso. Jess podía sentir que sucedía algo más allí pero solo imaginarse con alguien más que no fuera... Detuvo rápidamente sus pensamientos de ir a un lugar del cual le estaba costando salir.
—Imbécil. —dijo su madre.
—Eso mismo pensé yo.
—No le des el gusto de verte renunciar. Un Williams nunca se da por vencido, ¿Queda claro? —Jess a veces olvidaba lo autoritaria, ruda e imponente que podía ser su madre. La hacía sentirse orgullosa de ella. La mujer era su mayor ejemplo a seguir. Para sus cuarenta años aún era una mujer hermosa que se mantenía conservada y en muy buena forma, con un cuerpo de reloj de arena que mantenía tonificado por el trabajo duro del campo y de sus clases de defensa personal. Su perfecta piel aceitunada se parecía a la de Jess. Su cabello negro le llegaba al nivel de su trasero, se negaba a cortarlo. Jess y su madre Verónica se parecían mucho, excepto por el color de los ojos, esos los heredó de su padre; un hombre blanco de ojos marrones.
—Muy claro, mamá. —le respondió con una sonrisa.
—Bien. —terminaron de comer y ambas lavaron los platos.
—¿Mamá?
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