Liam se encontraba impaciente. La brisa posterior a la tormenta, que entraba por la ventana que se encontraba frente a su escritorio, no hacía más que irritarlo, por lo que, frunciendo el ceño, cerró los postigos de un fuerte golpe.
Suspirando, se quitó las gafas de ver de cerca y las dejó junto al fino anillo con incrustaciones de rubí en el que había intentado focalizarse en los últimos treinta minutos; tarea que le había resultado por demás imposible. No era capaz de concentrarse cuando su mente estaba completamente enfocada en Denise.
«¿Por qué diablos no me ha llamado?», pensó, abriendo el último cajón de su escritorio y sacando un paquete de tabaco y papel para liar.
No podía negar que estaba preocupado.
La última conexión con su amiga había sido hacía más de un día, horas antes de que ella se montara en el avión, en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza de Buenos Aires, con rumbo a Dublín. Él se había ofrecido a viajar hasta la capital irlandesa con la intención de esperarla allí; sin embargo, su amiga se había opuesto rotundamente, y él no entendía por qué había terminado por ceder a sus deseos. Sabía que ya era adulta y que podía valerse por sí misma, pero eso no quitaba los riesgos que conllevaba estar en un país desconocido; aún peor en el caso de Denise, quien poseía un marcado acento hispano y su dominio del inglés era bastante básico. Sin embargo, y contra a lo que le dictaba su sentido común, había permitido que viajase sola en bus las dos horas y cuarenta minutos que separaban Dublín de Waterford, y se arrepentía por completo.
Frunció los labios y procuró calmarse. «No le pasará nada», se dijo, intentando convencerse mientras encendía el cigarro que acababa de liar, y miró la hora en el móvil que descansaba cargando a su lado. Según sus cálculos, a Denise le quedaba aún una hora y media de viaje. Si en ese tiempo no se comunicaba con él, no le quedaría más remedio que llamarla. La última vez que habían hablado, su amiga no se encontraba precisamente en el mejor estado anímico y eso era algo que hacía aumentar su incomodidad.
No entendía por qué se preocupaba tanto por ella. Sí, era bastante más joven que él, pero ya podía valerse por sí misma, y, además, no había razón para que le pasara nada malo, ¿o sí?
Suspiró, frustrado. No importaba cuanto intentara convencerse de aquello, la intranquilidad no desaparecía.
Miró el diminuto y fino anillo en el que había intentado trabajar e, irritado, lo guardó en el primer cajón del escritorio. Hasta que Denise no llegase a casa, no podría continuar engarzando. Aquella tarea requería una concentración que en ese momento no poseía.
Denise sabía que debía llamar a Liam, sin embargo, aún no se sentía del todo tranquila. No lo quería preocupar más de lo que ya lo había hecho durante la última comunicación telefónica. Porque sí, estaba más que segura de que, por mucho que él intentara negarlo, lo había inquietado con su llanto. Lo conocía mucho más de lo que él podía imaginar.
Suspiró y miró por la ventanilla del segundo bus que tomaba aquel día. Ni siquiera el bello paisaje que veía a través del vidrio lograba aliviarla.
Se sentía sumamente cansada. No había podido dormir durante las últimas treinta y seis horas, y no deseaba hacerlo, a pesar de que sus ojos amenazaran con cerrarse de un momento a otro. Ya tendría tiempo para descansar, si es que sus pensamientos se lo permitían.
Se sentía horrible por no haber sido sincera con Liam. Sabía que su amigo no le había creído ni la más mínima palabra de la media verdad que le había contado, pero no le importaba; al menos no de momento. Más adelante, cuando estuviera mejor anímicamente —si es que eso sucedía—, le confesaría todo. Por eso, esperaba que al llegar no le preguntara nada, ya que necesitaba pensar lo menos posible en todo lo que había sucedido en los últimos dos días.
Cerró los ojos e inspiró profundo. Sabía que, si quería superar aquello, si deseaba que ese viaje marcara el inicio de una nueva vida, tenía que lograr que desapareciera ―o al menos disminuyera― lo que en ese momento la hería en lo más profundo. Sin embargo, no sabía cuánto tiempo le tomaría hacerlo.
Cerró los ojos y suspiró una vez más. No podía estar más agradecida con Liam por recibirla, aun cuando le había mentido, o, mejor dicho, le había ocultado la verdad.
Denise frunció el ceño, sintiendo una extraña vibración en su pierna derecha. Por un momento, no supo de dónde provenía hasta que su entumecido cerebro logró comprender que no era otra que su móvil, el cual había configurado en modo vibrador antes de subirse al autobús.
Abrió su bolso y tomó el teléfono. Cerró los ojos por un segundo y, tras abrirlos y comprobar quién era, tomó la llamada, mientras dirigía su mirada hacia el exterior, notando cómo, poco a poco, el sol iba desapareciendo en el horizonte.
—¿Hola? —dijo, con voz cansada.
Liam estaba harto de tanta espera. Miró el cenicero que había colocado frente a él, en donde las colillas, lentamente, se habían ido acumulando. Sabía que aquello terminaría por matarlo, sin embargo, la impaciencia, los nervios y la ansiedad que estaba experimentando lo obligaban a recurrir a aquella nociva droga.
Dio la última calada al séptimo cigarro que había encendido en los últimos cincuenta minutos y lo apagó encima de los demás.
Denise seguía sin dar señales de vida, y aquello le preocupaba cada vez más, a pesar de que sabía que no tenía por qué significar que le hubiese sucedido algo. Esperaba que así fuera, pero…
Cerró los ojos y frunció el ceño. Esperaría diez minutos más; si en ese tiempo no tenía noticias de ella, la llamaría.
Guardó el móvil en el bolsillo delantero de sus jeans, tomó las muletas que había dejado apoyadas contra la pared que se encontraba junto al escritorio y se incorporó. Hacía meses que no bebía, pero su garganta clamaba a gritos por un trago.
Lentamente, se dirigió hacia la puerta que comunicaba el estudio con la vivienda y cerró tras de sí, para encaminarse hacia el pequeño minibar, en el que su padre guardaba el whisky de reserva. Tomó la botella, tras dejar caer sus muletas sobre la alfombra, y vertió un poco de aquel líquido ambarino en el interior de uno de los vasos que descansaban sobre el mueble, para luego sentarse en el sofá que había justo al lado.
«¿Cómo estará papá?», se preguntó, mientras observaba la enorme fotografía de la boda de sus padres, que descansaba sobre la chimenea.
Hacía un mes que Byrne se había embarcado en uno de sus tantos viajes por el mundo y, a pesar de que hablaban todos los días, Liam no podía evitar extrañarlo. Se sentía tan solo desde que su madre, la rubia mujer que posaba sonriente junto a su padre, había fallecido.
Desde que ella se había marchado, un año atrás, Byrne había rechazado la idea de permanecer en aquella casa por más de un par de semanas, alegando que aquella construcción le traía demasiados recuerdos y que no era capaz de sobrevivir a ellos. Le había jurado a Liam que jamás olvidaría a Nahomí, pero que prefería recordarla recorriendo aquellos destinos que ella tanto había deseado conocer y que el cáncer le había impedido.