Aquella noche se presentó tranquila. El bar no había tenido demasiada clientela y Abril había estado bastante relajada, mientras servía alguna que otra copa en la barra. Su trabajo no le agradaba demasiado, pero tampoco era que lo detestara, al menos le daba independencia económica.
Había sido contratada hacía un par de días y, hasta ese momento, más que ver a clientes borrachos, no había tenido ningún problema. Su único malestar era que no podía estar en casa, ni ayudar a su padre y a la empleada con su hermana pequeña, Maite, de solo diez años.
Mientras secaba unas cuantas copas, para matar el tiempo hasta que se cumpliera la hora del cierre del local, Abril oyó un ensordecedor alarido proveniente de una de las esquinas del bar.
Rápidamente, se volteó en la dirección de la que provenían los gritos. Por un momento, pensó que se trataba de un borracho que se había caído, sin embargo, el alma abandonó su cuerpo cuando vio que los alaridos provenían de un hombre de mediana edad al que ella reconoció como un funcionario del Estado.
Por inercia, dio unos cuantos pasos hacia atrás hasta chocar con una de las estanterías llenas de copas, que comenzaron a caer al suelo estrepitosamente.
Había un total de tres hombres que estaban torturando al funcionario en cuestión, por lo que, luego de que Abril chocara contra la cristalera, dos de ellos, los que escoltaban al que parecía ser el cabecilla del grupo, se acercaron a ella.
Sus portes eran imponentes, y Abril no pudo evitar sentir un miedo atroz recorriéndola de pies a cabeza. ¿Por qué demonios no había corrido cuando había tenido tiempo? ¡¿Qué más daba?! Allí estaba, con dos hombretones que la miraban con una furia asesina.
Su estómago se revolvió. Como pudo, fue capaz de contener una arcada, en el momento en el que el más alto de los sujetos, se enfrentaba a ella.
La ansiedad y la angustia que momentos antes había sentido al ver al funcionario siendo torturado, se esfumaron por completo y el miedo tomó su lugar.
—Aniquílala —le ordenó al hombre más bajo que se había adelantado unos cuantos pasos hasta quedar a su altura.
—¿Estás seguro? —inquirió.
—¿Desde cuándo desobedeces una orden, Martin? —preguntó el cabecilla del grupo.
El sujeto, al parecer, había obtenido la confesión que buscaba por parte del funcionario o bien se había hartado.
El hombre, que había sido víctima de las torturas, se encontraba en el suelo y soltaba, de vez en cuando, suaves sonidos lastimeros.
—Lo siento, señor, es solo que…
—¿Qué ahora temes matar a una niñata insignificante? Es muy fácil, es como matar a un mosquito molesto —repuso el hombre con la voz más fría que un témpano de hielo y con una mirada capaz de helar la sangre.
El hombre titubeó. Si bien alzó el arma en dirección a Abril, su dedo dudó sobre el gatillo.
—Gatilla, ¡maldita sea! —repuso su jefe.
—Hazlo o te matará a ti —le susurró su compañero al oído.
Abril estaba absorta en aquella escena. No sabía qué diablos hacer. Si permanecía allí, inmóvil, la matarían, pero, si intentaba escapar, el resultado sería el mismo. Al fin y al cabo, ya estaba muerta. No importaba qué decisión tomara, su vida estaba en manos de aquellos hombres.
En el momento en el que el hombretón colocó nuevamente el dedo sobre el gatillo, Abril vio que de pronto todo se ralentizaba. Era como si el tiempo hubiese decidido bajar la velocidad.
Justo en el instante en el que su vida pasaba por delante de sus ojos, el dueño del bar salió de la trastienda.
—¡No dispare! —gritó—. Por favor, no dispare —pidió con las manos en alto, demostrando que no llevaba ningún arma y que estaba dispuesto a mediar—. Por favor, señores. La muchacha es nueva en el bar. No tiene idea de las cosas.
—Eso hará más fácil que se vaya de la lengua —sentenció el cabecilla.
—No, le juro que no será así, yo me encargaré de que ella permanezca en silencio. Le explicaré cómo funcionan las cosas. Entró a trabajar hace un par de días y no tuve tiempo de advertirle de ciertas actividades. Usted no se preocupe, yo me encargaré de ella.
—Si no lo haces, no solo la mataré a ella, sino también a ti —lo amenazó. Sus ojos del color del cielo resultaban fríos, helados y un sudor frío recorrió la espalda de Abril.
La muchacha se sentía agradecida con Michael por interceder por ella, sin embargo, nada estaba asegurado y podía que ambos fueran ejecutados.
—Por favor, señor, deme una oportunidad —rogó mientras juntaba las palmas de las manos frente a él, a modo de rezo—. Le juro que ella no se irá de la lengua y, si lo hace, enfrentaré el castigo sin problemas.
—¿Quién es esta muchacha y por qué la defiendes tanto?
—No es nadie, la conocí hace un par de días —aseguró el dueño del bar—, sin embargo, es una buena muchacha, es muy joven y merece que se le dé una segunda oportunidad.
El jefe del grupo se lo pensó por unos cuantos segundos, que a Abril le resultaron eternos, y, tras asentir, dijo:
—Más vale que sea así. —Alternó la mirada entre el dueño del bar y Abril—. Si me llego a enterar de que has abierto esa linda boquita, te las verás conmigo. ¿Te quedó claro? —preguntó mientras le dedicaba una fría mirada y el corazón de Abril se paralizaba.
La joven tragó saliva y, como pudo, asintió, antes de decir:
—L-lo entiendo, señor. —No tenía idea de cómo había logrado articular aquellas tres simples palabras.
No obstante, al parecer, esto no fue suficiente para aquel sujeto, ya que su mirada se intensificó por un momento.
—Bien, ahora vete. —No fue una petición, sino más bien una orden. Una orden que ella acató sin poner ni la más mínima objeción.
Aquel hombre había hecho que su cuerpo se convirtiera en gelatina. No solo por la frialdad de su voz y de sus ojos, sino porque su mirada le había hecho sentir algo que no tenía ni el más mínimo sentido; no, al menos, después de la situación que había presenciado.
Ese sujeto era un abusivo y lo mejor para ella era mantenerse lo más alejada posible de él, si no quería correr peligro; si no quería que su vida terminara con un tiro entre ceja y ceja.
Una vez se encontró fuera del bar, inspiró profundamente y llenó sus pulmones del aire fresco de la noche. Necesitaba relajarse, pero su cabeza no paraba de dar vueltas sobre el hecho de que, hacía unos pocos minutos, había visto a la muerte de cerca, casi había podido palparla con los dedos. Sí, había logrado sobrevivir a aquello, pero no por eso el miedo la había abandonado, por el contrario, este no había hecho más que crecer, y, de solo pensar que debía caminar por la calle, a solas, a altas horas de la madrugada, aunque su casa quedara a tan solo unas cuantas cuadras, no le hacía ni la más mínima pizca de gracia.
Sin embargo, sabía que tenía que alejarse cuanto antes de allí. No fuera a ser que los hombretones se arrepintieran de haberla dejado con vida y salieran a su encuentro. Por este motivo, con el corazón desbocado, producto de la adrenalina de lo que había vivido y de tener que caminar por las calles mal iluminadas, comenzó a andar, apretando cada vez más el paso, conforme se alejaba del bar.
No estaba segura de volver. Quizás, su jefe le dijera que lo mejor era que no regresara, pero, si no lo hacía, tal vez, ella debería presentar su renuncia. No estaba dispuesta a vivir una situación similar a la de aquella noche.