Esposa falsa
cil que
recía un pastor de esas iglesias modernas a los que la hermana Génova vivía criticando
l guardia de seguridad la cogía del brazo y le hacía dañ
que había armado todo el alboroto ―no
―preguntó la pequeña con la voz quebrada y los brazos entrelazados alrededor del cuello de su padre. Él le
ojos eran grises y tenían un brillo inexplicable. Serena tenía que odiarlo por a
a frecuencia, estaba segura de que una mujer con vocación de monja no debía tener es
mejillas se le enrojecieron, frunció sus labios y pareció estar muy
s de lo que dura un latido, pero aquello bastó para que Serena sintiera su estómago estremecerse, no eran mariposas revoloteando, se sentía más bien como peces nadando, los labios carnosos y rosados del hombre se abriero
uel incómodo momento, el rostro de la anciana se asomó detrás del
l hombre prepotente que acababa de comportarse con ella como un imbéci
ía con la espalda tendida contra la camioneta plateada, no dejó de llorar durante todo el rato que esperó. Sabía que debía estar ayudando a la hermana a cargar las bolsas de las compras, pero no podía. Lo que acababa de ocurrirle parecía una pequeñez, pero que la acusaran de esa manera le había afectado muchísimo, que el
s pensamientos, se secó las lágrimas y fingió su mejor sonrisa, caminó hacia la anciana y le quitó al joven las
cuanto subieron al coche ―encendió el motor y lanzó otra pregunta ant
n suficientes pecados los que tenía en la cabeza como para agregarse
mirando por el retrovisor y dando marcha atrás para
iendo preguntas sin mentir, pero sin decir la verdad. Mentir le parecía el
de Serena. Aquello le pareció extraño, la hermana Lucía no solía interesarse por algo durante más
ía ―solo le he entregado a su hija y usted ha aparecido, me he sentido mareada y he venido al aut
e su habitación, tomó una ducha y permaneció desnuda, se miró en un pequeño espejo en la puerta del armario que apenas daba para reflejar desde su rostro hasta sus pechos,
eteó un rato con su clítoris, luego con los labios de su vagina, un gemido involuntario le salió desde la garganta, sintió sus dedos empapados de la humedad que supuraba de su sexo caliente, hundió juntos los dedos índice
de pensar en Ricardo Marroquín mientras se masturbaba. Aquello e
o, debajo de la cama, el cuaderno no estaba, abrió los ojos como platos cuando recordó la última vez que lo