La agridulce venganza de la esposa desatendida
ista de El
tientas, con el corazón martilleando contra mis costillas, convencida de que era Braulio, furioso por mi p
é con c
Bu
encia que instantáneamente me puso nerviosa-. ¿Estás bien? Acabo de v
vor. Gael lo sabía. Mi hermano, mi protector, la única persona que siempre había visto a trav
una confianza que no sentía-. Braulio y Désirée estaba
e un espectáculo. Tenía las manos por todo su cuerpo, y ella prácticamente estaba sen
y honestas, rasgaron la frá
labras se sintieron pesadas
en su voz-. Porque voy para allá. Y vamos a saca
endo resonó desde abajo. La sangre se me heló.
susurré, mi voz apenas au
La casa volvió a quedar en silencio, salvo por el latido frenético de mi propio pulso en mis oídos. Lenta y c
de la sala. Era Braulio. Estaba allí, desaliñado, su caro traje arrugado, una m
agarrándome del brazo, sus dedos clavándose en mi carne. Su agarre era brutal, doloro
iente en mi cara apestaba a whisky-. ¿Borrando nuestras fotos? ¿Publica
rabietas, su frialdad, su crueldad casual, inundó mi mente. No era más que un objeto para él, una posesión. El asco brotó dentro de mí, una bilis a
sos por el alcohol, parpade
ciendo sus labios-. Todos estos años, jugando a la esposa inocente y sufrida. Pero te conozco, Elara. Eres tan calculadora como el resto de ellas. Haciéndote la víctima para conseguir lo que quieres. ¿Pensaste que
a ver el dolor que infligía. Me tragué el sollozo que amenazaba con estallar, apre
rofundamente. Y la revelación fue
ilias entrelazadas por negocios y círculos sociales. Él había sido el chico encantador y travieso, yo la chica tranquila y observadora. Lo había visto crecer, lo había visto tr
ara el imperio Armendáriz, citando su naturaleza impredecible y su falta de "visión para los negocios". Había amenazado con cortar a Braulio, con desheredarlo, si no
forzado, viéndome como la opción "segura", la que su abuelo aprobaba. Yo era el atajo que se vio obligado a tomar, un recordatorio constante del amor al que tuvo que renunci
sa. Había observado, distante, mientras sus amigos corrían en mi ayuda. O las veces que me llamaba tarde en la noche, borracho, exigiéndome que lo recogiera de algún bar, apenas reconociendo mi presencia en el coche, solo para preguntar
r todas partes, un leve olor a alcohol rancio flotando en el aire. Braulio se había ido, por supuesto. Siempre se iba. La vergüen
te que una vez compartimos. Pero cada día que pasaba solo había resaltado el abismo entre nosotros, un abismo lleno de su res
regunta escapando de mis labios antes de que pudiera deten
, lo sabía incluso entonces, pero una pequeña chispa de esperanza, del chico que una vez conocí, siempre se encendía. Me despertaba
ni chocolate, solo la cama fría y vacía a mi lado.
ves, Doña Elvira, una mujer amable con una expresi
dáriz preguntó por el almuerzo. Di
n local, preparados por mí. Solía pasar horas revisando libros de cocina, experimentando con recetas, tratando de crear algo que finalmente ganara su
rga escapó d
mí misma-. Dígale al señor Armendáriz que tendrá qu
fo, rápidamente reprimido, cruzó mi rostro. La excusa de la "junta urgente" que me había dado la enfermera, la exhibición pública con Désirée y su fur
Gael, lo había enviado. Era un borrador para los trámites de divorcio. Lo había descartado entonces, o
a casado conmigo porque su abuelo, Octavio Armendáriz, el formidable director de Armendáriz Music, lo había orquestado. A Don Octavio no le importaba el amor; le importaban los activos. El cancionero inédito
lo aterrador de fracaso, ahora se sentían
a Elvira, una leve sonrisa tocan
sos, que este matrimonio había terminado. Había terminado hace
éfono. Tenía una abo