30 años atrás...
—Dimitri, llegó el momento, necesito agua, toallas y unas tijeras —dijo Petra mirando a su esposo parado en el umbral de la puerta observando la escena con angustia.
—Enseguida —respondió y salió en busca del pedido.
Eran casi las dos de la madrugada cuando Annia inició los dolores de parto. A la joven madre solo le faltaba una semana para salir de cuentas, pero el parto se había adelantado.
Dimitri entró en la habitación trayendo consigo lo solicitado por su esposa. Petra acomodaba a la joven en la cama mientras otra chica del servicio ayudaba a la mujer mayor con todo lo del parto.
—Annia, sé que esto es difícil para ti siendo tan joven —decía Petra—. Pero necesito que hagas lo que te digo para que todo salga bien.
La chica asintió con la cabeza conteniendo los dolores que la agobiaban ya que las contracciones eran cada vez más fuertes y frecuentes.
—¡Ah! Petra, ya no puedo más —dijo la chica inhalando y exhalando fuertemente.
—Cuando te diga que pujes lo harás —le indicó Petra colocándose frente a las piernas abiertas de la muchacha y preparándose para recibir al bebé.
—Muy bien Annia llegó el momento ¡Puja, vamos tú puedes, puja! —pedía mientras tomaba entre sus manos una toalla y la colocaba junto a la vagina de la mujer.
Ella pujaba con todas sus fuerzas y respiraba cómo Petra le había explicado meses atrás. La labor duró un poco más de 40 minutos hasta que se escuchó el llanto del recién nacido.
La mujer tomó al recién nacido entre sus manos y lo cubrió con una toalla limpiando con cuidado su pequeño rostro. El llanto era alto y fuerte que en toda la casa se escuchaba.
La muchacha que colaboraba en el parto limpiaba a Annia mientras Petra cortaba con la navaja de su esposo el cordón umbilical de la criatura.
La joven ayudante salió de la habitación con las toallas sucias y la taza de agua en las manos. Petra escudriño al bebé de pies a cabeza buscando cualquier anomalía, pero no la encontró. Era perfecto, solo una pequeña marca en la cadera del pequeño indicaba la herencia de nacimiento.
—Es un varón mi niña, un hermoso varón —dijo la mujer mayor a la madre que lloraba más de dolor y rabia que de felicidad.
—¡Llévatelo, no lo quiero ver! —respondió girando su rostro a un lado para no ver el rostro del pequeño que Petra le ofrecía.
—No seas tan quisquillosa, esta criatura no tiene la culpa de nada —reclamó Petra tratando de calmar con arrullos el llanto del bebé.
—Aun así, no quiero verlo —dijo indiferente a la palabras de la mujer.