Todo comenzó cuando tenía catorce años, a unos días de cumplir los quince. Hasta ese entonces había sido una chica muy tranquila, curiosa, eso sí, pero muy tranquila. No tenía idea de que mi lado más salvaje estaba a punto de despertar.
Esa tarde estaba sentada en el sofá viendo la tele, aunque debo reconocer que estaba bastante aburrida.
—¡Ey, Alicia! —me habló mi hermano, Rubén, con voz zalamera, y supe que estaba a punto de pedirme algo—. Oye, ¿me haces un favor?
—No —le respondí. Él tenía dieciocho y siempre se aprovechaba de que yo era la más pequeña en casa para mandarme a hacer todo tipo de encargos.
—Oye, no seas así, hermanita —volvió a decirme y me acarició la cabeza—. Tú sabes que siempre que puedo, te ayudo con todo.
Bufé y lo miré de reojo con resignación. En parte era cierto, nuestros padres pasaban mucho tiempo fuera por negocios y nuestra hermana mayor, Linda, ya tenía veintiuno y no nos hacía mucho caso a ninguno de los dos, siempre estaba metida en sus asuntos, sobre todo en los relacionados a su novio.
—Bieeeeen —le dije—. ¿Qué quieres?
—Lávame la moto, porfa —me respondió con una sonrisa y siguió jugueteando con mi cabello.
—¿Me dejarás montarla? —le pregunté con mucha ilusión. Dios, ¡amaba su moto! En realidad, amaba las motos en general. En ese entonces soñaba con que algún día tendría un novio con motocicleta, que me llevaría sujeta a su espalda envuelta en una chaqueta de cuero.
Rubén hizo una mueca.
—¿Por qué siempre me pides algo a cambio? —me preguntó, casi ofendido.
—Como si tú no lo hicieras —le respondí con una ceja alzada—. ¿Quieres que te lave la moto, sí o no?
—Vale, pero solo le darás una vuelta a la manzana —me advirtió— La quiero lavada y encerada, y pobre de ti que tenga algún rayón.
Oh, Dios, me dejaría montar su moto. No podía ocultar mi sonrisa.
—Da la vuelta antes de que lleguen nuestros padres —me dijo—, o sino no te dejarán conducirla.
—Vale. ¿A dónde vas?
—Tengo que pasar por la universidad a recoger unos apuntes y luego quiero salir por la noche. No tendré tiempo de limpiarla. —Buscó en sus bolsillos y me entregó las llaves. Antes de dejarlas caer en mi palma, se detuvo y me frunció el ceño—. Toma, pero cuídala.
—Con mi vida —le contesté con sinceridad. Él me sonrió y me las pasó. Luego me dio un beso en la frente y se marchó a toda prisa.
De inmediato, apagué la tele y me fui al garaje.
Ahí estaba frente a mis ojos su gloriosa Harley Davidson roja. Todo un deleite a la vista. Estaba llena de lodo por todos lados: en las llantas, en los costados, incluso dentro de la carcasa. La estabilicé sobre unos pedestales especiales para que las ruedas no tocaran el suelo, y fui en busca de un balde y de una esponja. Me esmeraría por dejar como nuevo ese cacharro de los dioses.
Aseguré la puerta del garaje que daba a la casa para que nadie me interrumpiera en mi trabajo, y también el portón automático. Casi completamente a oscuras, iluminada solo por una pequeña lámpara que había ahí dentro, me puse manos a la obra. Comencé a limpiarla con delicadeza, casi con devoción. Mientras lo hacía, no pude evitar que el agua jabonosa salpicara y que mi blusa y mis shorts de mezclilla se mojaran un poco.
Cuando ya la tenía completamente limpia, esparcí la cera y empecé a pulirla. El esfuerzo era agotador, y al tener todo cerrado no entraba ni una pizca de aire. Me amarré mi largo cabello negro y por un segundo sopesé la posibilidad de sacarme la blusa para quedar en sostén. Pero ¿y si llegaban mis padres? Mejor no lo hacía. Como era bastante holgada, me la amarré a la cintura, dejando que mi vientre respirara.
—¡Uf! —exclamé y lo dejé todo en el suelo—. Por fin terminé.
Me incliné sobre la motocicleta, apoyando los codos en ella. De pronto, de reojo, vi mi reflejo en el retrovisor. Guau, no creía que podía verme tan sexy. Tenía unos mechones de cabello pegados a mi rostro por el sudor. Mi blusa, húmeda en mis senos, no dejaba mucho a la imaginación. Se transparentaba el color de mi sostén deportivo y unos puntos duros. Me los toqué y me di cuenta de que eran mis pezones. Me sentí extraña al tocarlos. Nunca antes me los había acariciado. Rozado sí, pero en ese momento, al saber que estaba sola, me sentí con la libertad de palparlos de verdad. Me los apreté con fuerza, comprobando su dureza. Me dolió un poco.
Y en ese mismo instante, recordé una escena que había visto en una película una vez, y que en ese momento me había llamado mucho la atención a pesar de que no era nada explícita. Se trataba de un chico que descubría a una tipa frotando su pelvis contra su moto en marcha, masturbándose. ¿Era acaso eso posible? Nunca me había masturbado. Volví a inclinarme para verme en el espejo e instintivamente apreté uno de mis pezones. Esa vez no me dolió, fue más bien un pellizco soportable, un dolor soportable.