Yo creí estar enamorada de él, de aquel joven profesor que daba clase en la fundación de desarrollo integral en el que era voluntaria para ayudar a los niños con problemas en la materia de lengua castellana, pero nunca le dije lo que sentía, tampoco nunca tuve intención de hacerlo. Al principio pensé que era por vergüenza, después descubrí que se trataba de inseguridad; pero ahora eso no importa, porque estoy a punto de subir a un avión para irme lejos de aquí, al lado de alguien que sabe mis sentimientos a la perfección.
Hablo de él: de ese joven que me abrazó las muchas veces que mi cuerpo temblaba y jugaba con mi cabello cuando quería hacerme sonreír.
¿Por qué me quiero ir lejos? Bueno, no crean que estoy escapando, en realidad, es un plan que vengo organizando desde hace mucho. Iremos a cumplir una meta y es él la razón para que yo quiera aventurarme a cruzar todo un continente.
Todo comenzó ese día que veía al joven profesor abrir la puerta del salón de clases y caminaba por el pasillo ignorándome por completo. A veces pensaba que daba clases allí a los niños porque quería estar cerca de él, observarlo, conocer sus manías y diálogos aprendidos, pero después recordaba los problemas que había en mi casa y entendía que esa era la única razón.
Mi rutina consistía en levantarme temprano, ir a cursar en la universidad en las mañanas y en las tardes ir al centro de desarrollo integral para darle los refuerzos al grupo de niños. Hacía lo que fuera por no estar en mi casa y soportar a mi padre. Me entristecía por mi madre que copiaba a mi padre en todas sus creencias retorcidas. Me entristecía porque a ella sí la quería, pero no era capaz de soportar más de dos horas en una conversación con ellos.
Estaba ahí: viéndolo avanzar por el pasillo con ese porte engalanado, su espalda ancha y piel trigueña que combinaba muy bien con sus ojos color café. Y yo, como muy buena tonta, no era capaz de hablar con él, nunca llegué a dirigirle la palabra, a menos que estuviera en un grupo y yo me acercara para hablar con ellos y los saludara —incluyéndolo a él en aquel saludo—.
Ese día quería hablarle. Justamente esa tarde en aquel pasillo mis labios se entreabrieron y mi corazón palpitó como loco al ser consciente de la idea que rondaba en mi cabeza.
Pero ella llegó: su novia. Con una amplia sonrisa se acercó a él y mientras conversaban, ella llevó una mano hasta su mejilla y lo acarició. Yo no podía ver su reacción, pero estaba segura que debía sonreírle, porque todos en el centro de desarrollo decían que estaba más que enamorado.
Y fue así como mi idea de hablarle una vez más se esfumó de mi mente. Yo no tenía posibilidad alguna de llegar a tener algo con él o que al menos llegara a sentir algo por mí, porque únicamente tenía ojos para ella: Ana, su novia.
Yo, Lily Rousse, soy la chica que está detrás de ellos, observándolos a la distancia, sin oportunidad alguna de ser correspondida.
Después que terminé de dar mis clases, cuando ya me despedí de todos los niños y limpié el salón, tomé mi bolso y me despedí de los otros profesores.
Una vez más estaba caminando por la larga y solitaria calle llena de árboles de robles florecidos que dan una pomposa panorámica; una muy hermosa si vas tomada de la mano de tu novio: uno que yo no tengo.
Siempre me he preguntado dónde estará el hombre de mi vida. Si es cierto que existe, ¡¿dónde está que no aparece?! Llevo veinte años esperándolo y dentro de poco serán veintiuno, me voy a volver vieja y amargada esperando a que llegue. Con eso de que las mujeres no debemos perseguir a los hombres, sino esperar a que lleguen a nosotras… Me gustaría aclararle a la persona que dijo eso que hay algunas excepciones: nosotras, las desgraciadas en el amor que nada nos sale bien, creo que deberíamos amarrarnos bien un moño y salir a buscar al hombre de nuestra vida o al menos un prospecto que se le parezca. Porque existimos unas mujeres (creo que también debo incluir hombres) que, aunque tengan buen rostro, porte o actitud, en el amor tenemos mala suerte, ¿por qué? Nadie lo sabe, simplemente es así, nacimos con mala suerte.
Al final de la calle llena de robles hay un puente, debajo de él pasa un río que está un poco seco, así que se puede apreciar las rocas en su interior. Recuerdo que hace un año atrás una mujer se aventó con su hijo de aquel puente, yo no lo vi en persona, pero sí me pasaron el video. Recuerdo haber dormido mal por varios días debido a la conmoción que tuve.
Al caminar por el puente me detuve cerca de la baranda amarilla y observé el vacío. Estaba a una gran altura y dicen que nadie queda vivo si llega a lanzarse desde este puente, por eso creo que la mujer decidió venir justamente a este, porque sabía que ella ni su hijo quedarían vivos.
Esa tarde no quería regresar a casa, tampoco tenía un lugar al cual acudir. El dolor en mi pecho me ahogaba y mis ojos cristalizados estaban a punto de derramarse. Saqué el celular de mi bolso que colgaba en mi hombro derecho y busqué algún contacto al cual poder acudir, pero como si fuera una burla de la vida, no había absolutamente nadie.
Mientras mis labios temblaban y las lágrimas comenzaban a rodar por mis mejillas, observé en la pantalla el ícono en WhatsApp de un grupo de lectura en el cual estaba incluida. Tengo varios amigos virtuales allí, así que, en un acto de soledad, decidí escribir mi despedida:
Adiós, compañeros.
Después de escribir aquello, llevé mis manos temblorosas a la baranda y volví a observar el vacío, subí una pierna al peldaño metálico y una fuerte brisa sopló desorganizando mi cabello. Por mi mente pasaron muchos recuerdos de mi niñez que me demostraba lo sola que había estado en toda mi vida.
Mi celular que aún sostenía mi mano derecha comenzó a timbrar, algo que me desconcertó muchísimo. Revisé la pantalla y mi confusión creció más al darme cuenta que se trataba de un número internacional.
Con algo así mi acto de suicidio tuvo que esperar unos segundos, porque nunca en mi vida había recibido una llamada internacional y la curiosidad me estaba matando.
—Haló —contesté tratando de arreglar mi voz lo más que pude para que no se notara que estaba llorando.
—Hola —saludó la voz de un hombre, era algo ronca y con tono un tanto tranquilizador—, soy Gabriel, del grupo de lectura.