Lo único normal en su vida era el nombre que le pusieron al nacer.
«María».
Tal vez normal no sería la palabra correcta. Lo correcto sería decir común. Porque María se llamaba la virgen y no podía pensar en normalidad cuando a su mente venía una mujer fecundada por una paloma.
—¡¿Por qué no puedo ser como todos los demás?! —Golpeó el volante de su Tesla color negro, regalo de su difunto y adinerado marido.
Elián, que se encontraba en el asiento del copiloto, profirió un grito afeminado al escucharla.
—¡Engendro del mal! ¡Mujer del diablo! —Elián se llevó la mano al pecho en un gesto dramático e hiperventiló con una efusividad fingida—. Deja de berrear en voz tal alta que no quiero morir de un infarto.
—¡No berreé! —vociferó de nuevo—. Y gracias por llamarme mujer del diablo, no me importaría ser la esposa de Tom Ellis.
María entrecerró los ojos y se mordió el labio inferior en un gesto lascivo. Su tío y mejor amigo le dedicó una sonrisa de esas que no necesitaban más comunicación para entenderse. Pese a ello, habló, ya que él y el silencio no conseguían llevarse demasiado bien.
—A mí tampoco me importaría ser la mujercita de ese hombretón. Lo acoso por redes sociales a diario, pero todavía no cayó en mis sexuales redes.
María giró a la derecha en cuanto visualizó la entrada de la empresa Onixbra. Ese día sería presentada como la nueva presidenta de la compañía de su padre adoptivo. El mismo que había tejido una sutil trampa a su alrededor para obligarla a salir de su reclusión voluntaria tras su viudedad.
Sentía el corazón vibrar en su pecho de tal forma que si se lo permitía escaparía por su esófago y caería libre sobre su regazo. La compañía de Elián y su charla sin sentido era lo único que la mantenía cuerda en aquel instante.
—Creo que está casado y que es heterosexual, tío.
—¿Desde cuándo ha sido eso un problema para mí? Los matrimonios se rompen y la heterosexualidad está muy sobrevalorada. Déjame decirte, querida sobrina, que yo, vestida de mujer, gano muchísimo. Y cuando eso sucede y atrapo a primer incauto borracho que encuentro en el bar…
—Déjalo, no quiero saberlo. Tío, mejor explícame por qué tenías tanto interés en acompañarme hoy. No me quejo, lo juro. Agradezco muchísimo tu presencia aquí.
Elián la ignoró y continuó con su diatriba.
—Créeme, cuando esos hombres caen en mis brazos y me levantan el vestido, jamás se echan atrás. O sí, pero para inclinarse ante mí como si yo fuera su dios del sexo y ofrecerme todo.
—¡No menciones el nombre de Dios en vano! —María se aferró al volante y apagó el coche en cuanto aparcó—. ¿No entiendes que no es agradable imaginar a mi tío en semejante posición?
—Ya pareces la mustia de tu hermana Paola. Diosito por aquí, Diosito por allá. Pues yo mantuve una relación ilícita con un sacerdote de su iglesia durante años y Dios nunca hizo nada para evitarlo.
—Deja a mi hermana tranquila que no está aquí para defenderse.
Elián elevó los hombros como si todo en la vida le importara poco o nada y negó con la cabeza.
—Sé muy bien que no está aquí, esa oveja descarriada desde que se casó y se fue, me quitó uno de mis entretenimientos preferidos, molestarla.
María observó a su tío en silencio. Tenía las mismas ganas de quedarse en el cómodo asiento de su coche escuchando a Elián que de salir y enfrentarse a ese otro Elián que siempre había puesto su vida de cabeza. Su primo adoptivo, con el que no había hablado en más de diez años, el amor de su vida y su mayor error. Por desgracia, las dos personas que en ese instante la tenían próxima a un ataque de pánico se llamaban igual.
Respiró lo más profundo que le permitió el estado nervioso en el que se veía envuelta e intentó recordarse los motivos por los que se encontraba en aquella situación.
María era huérfana y, a pesar de haber crecido en un orfanato regido por monjas, a sus veintiséis años no podía quejarse de su existencia. Puede que no tuviera familia biológica, pero tenía una maravillosa familia que la había integrado en su vida como una más. Era tal el grado de amor y confianza de sus padres que le habían legado la empresa en la que tanto esfuerzo pusieron.
¿Y qué había hecho ella para ganárselo?
Nada.
Ni lo más mínimo.