Antonella Bianchi se sentó en el pequeño taburete que estaba junto a la barra del bar más popular de la ciudad. Pidió una copa de coñac y la bebió de un solo trago. No le importaba si todavía llevaba puesto su vestido de novia o si sería el tema principal de conversación en la ciudad; solo quería olvidar que había sido abandonada en el altar.
Pidió otra ronda para alejar los pensamientos sobre aquel día. Antonella había sido llevada a aceptar un matrimonio arreglado con un hombre del que solo conocía el nombre. Aunque no sabía nada de sus orígenes, estaba emocionada. Benjamín era un hombre rico, le ofrecería un buen futuro, y ella había esperado ansiosamente ese matrimonio, solo para terminar frustrada.
La iglesia estaba llena, la música alta llenaba el ambiente, camuflando el tumulto interior que Antonella sintió cuando le llegó la noticia de que el novio no vendría. A sus veintidós años, vio cómo sus sueños de formar una familia y tener hijos se reducían a nada. Salió de la iglesia y, en lugar de encerrarse en una habitación, decidió ir al bar.
No había ninguna perspectiva para su vida a partir de ese momento. Se había convertido en la decepción de su familia. Deseó tener la oportunidad de conocer a Benjamín y hacerlo pagar por la deshonra que le había causado. Pero ahora era demasiado tarde, todo estaba arruinado, y solo le quedaba beber otro trago y olvidar sus problemas, aunque fuera por una noche.
—¿Hay alguna fiesta de disfraces en la ciudad de la que no me he enterado? —Una voz masculina sonó en sus oídos, haciendo que Antonella rodara los ojos. Lo último que necesitaba esa noche era un comentario burlón sobre su vestimenta.
Estaba tan inmersa en sus problemas que no notó al hombre acercarse. Giró el cuello para mirarlo, ya lista para responderle con arrogancia, pero tuvo que tragarse sus palabras. Su mirada era profunda, capaz de desnudar su alma. Sin embargo, lo que realmente llamó la atención de Antonella y la dejó fascinada fue la belleza de aquel hombre.
—Una fiesta de disfraces sería el menor de mis problemas —tragó saliva, sonriendo tímidamente—. Hoy era mi boda, pero el desgraciado de mi novio me abandonó en el altar.
El hombre desvió la mirada y una sonrisa tiró de sus labios, aunque pronto desapareció. Ella se perdió en sus rasgos. Era fuerte, y ella podía notar sus músculos a través de la camisa blanca de vestir, cuyos botones estaban abiertos. Su rostro bien definido, sus ojos de un verde intenso.
—Lo siento mucho —sus palabras la devolvieron a la realidad.
—No sientas nada —respondió, recuperando el habla y desviando la mirada—. Pensándolo bien, fue una bendición no haberme casado con ese hombre. Imagínate que llega a la iglesia y descubro que es feo, lleno de manías y vicios.
El hombre parecía divertirse con sus palabras. Pidió al camarero una botella de agua, lo que a Antonella le pareció bastante extraño.
—¿Quieres hablar? —preguntó mientras abría la botella y tomaba un largo trago de agua.
—No quiero hablar. ¿Por qué le contaría a un desconocido que fui obligada a casarme con un hombre sin rostro? Y que, aunque jamás lo vi en toda mi vida, estoy sufriendo porque me abandonó, quién sabe Dios, por qué motivo —murmuró—. ¿Quién no querría casarse con Antonella Bianchi?
Realmente, solo un hombre insensato no se casaría con aquella mujer. Antonella era una pelirroja natural. Sus ojos grises contrastaban con su piel delicada y las pecas de su rostro. Sus labios carnosos, que rodeaban el borde del vaso mientras bebía su décima copa, despertaban el deseo en el hombre.
—¿Qué te parece si salimos de aquí? Tal vez una caminata te ayude a organizar tus pensamientos —Antonella observó cómo el hombre se acercaba a ella, y el roce de su cuerpo con el suyo le provocó escalofríos involuntarios.