La brisa tibia de Río de Janeiro se filtraba entre las palmeras, cargada con el aroma a mar y la dulzura de la caipirinha recién servida. Las luces del hotel Copacabana Palace iluminaban el elegante bar al aire libre, donde la música brasileña sonaba en un ritmo cadencioso, envolviendo el ambiente en un halo de sensualidad.
Mateo Lester, con su porte impecable y su mirada afilada, se sentó en la barra de caoba pulida, removiendo distraídamente el whisky ámbar en su vaso de cristal tallado. El hielo tintineaba suavemente, un sonido que se mezclaba con el murmullo de las conversaciones y la música de bossa nova que llenaba el ambiente. Era un hombre acostumbrado a tenerlo todo bajo control, a manejar su vida con la precisión de un relojero, pero esa noche, por alguna razón, sentía una extraña inquietud, una sensación de que podía darse el lujo de disfrutar un poco. El viaje a Brasil era solo una breve pausa entre reuniones y negocios, una distracción momentánea antes de volver al ritmo acelerado de Nueva York, a la rutina de su vida perfectamente estructurada.
Pero su amigo lo había obligado a cambiar un poco su look y así nadie lo reconocia como el empresario más influyente, dándose la oportunidad de ser un hombre común y corriente, deseando disfrutar de una noche.
-Vamos, Mateo, no seas aburrido -le habló su amigo Adrián, con una sonrisa pícara y un brillo en los ojos-. Hay muchas mujeres hermosas aquí, y tú solo quieres volver a tu habitación.
-Soy un hombre muy ocupado, no necesito una mujer que me distraiga -replicó Mateo con su seriedad habitual, su voz grave y segura.
-La distracción de una mujer es lo mejor que pueda haber en este mundo -aseguró Adrián, con una sonrisa que revelaba su experiencia en asuntos del corazón.
Mateo se llevó el vaso de whisky a la boca, sintiendo el líquido quemar su garganta con una sensación placentera. El aroma a malta y roble llenaba sus fosas nasales, recordándole los bares de lujo de Manhattan. Fue entonces cuando la vio.
Una mujer hermosa que estaba de pie cerca de la terraza, la brisa marina jugando entre su cabello dorado, creando un halo de luz a su alrededor. Vestía un vestido color esmeralda que resaltaba el tono cálido de su piel, un diseño que irradiaba elegancia y sensualidad. Sostenía una copa de vino tinto entre sus dedos, observando la vista de la playa con una expresión nostálgica, como si estuviera perdida en sus pensamientos. La luz de la luna reflejaba en sus ojos oscuros, haciéndolos brillar con una intensidad misteriosa.
Mateo sintió un escalofrío recorrer su espalda, una sensación extraña que lo hizo apartar la mirada de su vaso. La imagen de esa hermosura se grabó en su mente, una visión que lo cautivó al instante. Sintió una punzada de curiosidad, un deseo irrefrenable de acercarse y descubrir qué secretos escondía esa mujer enigmática. El sonido de las olas rompiendo contra la orilla, el murmullo de las conversaciones a su alrededor, todo se volvió distante, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante.
Mateo se descubrió observándola sin proponérselo. Había algo en su postura, en la manera en que sus labios se curvaban ligeramente, como si guardara un secreto, que le pareció intrigante.
Su amigo Adrián se dio cuenta de lo embelesado que estaba Mateo y sonrió con picardía, sabiendo que su amigo ya no necesitaría su compañía. Se despidió con un gesto discreto, dejándolo solo con sus pensamientos. Mateo no aguantó la curiosidad que lo carcomía y se acercó a ella, sintiendo la adrenalina correr por sus venas.
-¿Disfrutando la vista? -preguntó Mateo, acercándose con la seguridad que lo caracterizaba, su voz grave y seductora.
Ella giró lentamente el rostro hacia él, sus ojos color miel reflejando la luz dorada del bar, brillando con una intensidad misteriosa. Lo recorrió con la mirada, evaluándolo con una mezcla de curiosidad y cautela, antes de responder.
-Es difícil no hacerlo. Brasil tiene algo... único -dijo ella, su voz suave y melodiosa, con un ligero acento que Mateo no pudo identificar de inmediato, un toque exótico que añadió un velo de misterio a su encanto.
-Sí. Aunque, a veces, la belleza de un lugar no está solo en el paisaje -comentó Mateo, sosteniéndole la mirada con un matiz de desafío en sus palabras, intentando descifrar los secretos que se escondían tras sus ojos.
Ella sonrió, un destello de diversión en sus ojos, como si hubiera aceptado el reto.
-¿Es esa una línea ensayada, señor...? -preguntó la mujer, con una ceja arqueada y una sonrisa juguetona.
-Mateo. -respondió él, extendiendo su mano hacia ella.
-Josabet. Y no, no me convencen las frases ensayadas -dijo ella, ignorando su mano y tomando un sorbo de su vino tinto, el aroma a frutos rojos llenando el aire. Su mirada fija en él, como si lo estuviera midiendo, evaluando su sinceridad.
Mateo rió bajo, un sonido que resonó en el ambiente íntimo del bar.
-No suelo necesitar líneas ensayadas, Josabet -aseguró, con una sonrisa pícara.
-Eso lo imagino -respondió ella, arqueando una ceja, con un tono que denotaba escepticismo-. Se nota que es usted un hombre acostumbrado a conseguir lo que quiere.
-¿Y eso es algo malo? -preguntó Mateo, con una sonrisa desafiante, sintiendo la tensión entre ellos crecer a cada segundo. El sonido de la música de bossa nova, el murmullo de las conversaciones a su alrededor, todo se desvaneció, dejando solo el sonido de sus voces, el intercambio de miradas intensas.
Josabet inclinó levemente la cabeza, como si considerara su respuesta.
-Depende de lo que quiera.
Hubo un instante de silencio cargado de electricidad entre ellos. La música se filtraba entre las risas y conversaciones alrededor, pero en ese momento, solo existían ellos dos.