Alejandro Mendoza era un hombre acostumbrado a controlar todo a su alrededor. A sus 52 años, llevaba tres décadas construyendo un imperio empresarial que abarcaba desde la construcción hasta las tecnologías más avanzadas. Su nombre era sinónimo de éxito, respeto y, para muchos, temor. Pero lo que pocos conocían era que bajo esa imagen implacable se escondía un hombre solitario, marcado por decisiones pasadas que aún le perseguían en silencio.
Esa mañana comenzó como cualquier otra en la torre de cristal que albergaba las oficinas de Corporativo Mendoza. Alejandro entró a su despacho con paso firme, saludó apenas con un gesto a su secretaria, y se sentó detrás del enorme escritorio de caoba oscura. Afuera, la ciudad vibraba con el bullicio del tráfico, los sonidos apagados por los ventanales desde donde se veía el horizonte.
Mientras revisaba contratos y reportes financieros, su mente divagaba momentáneamente hacia el último viaje de negocios que había realizado a Europa. Pensaba en la soledad que cada vez lo envolvía más, en las relaciones rotas, en los años que había entregado a su empresa y no a su familia. Pero no había tiempo para la nostalgia. Su mundo era orden, control, resultados.
—Señor Mendoza —la voz de su secretaria lo sacó de su concentración—, hay alguien aquí para usted. Dice que es urgente y que debe verlo en persona.
Alejandro alzó la mirada, frunciendo el ceño. No le gustaban las interrupciones inesperadas, menos cuando no estaban programadas.
—¿Quién es? —preguntó, con un tono que no admitía réplica.
—No quiso dar su nombre, señor. Solo dijo que venía a hablar con usted, que es importante.
Él meditó unos segundos. La palabra “urgente” siempre tenía peso en su mundo, pero también solía significar problemas. Tomó un sorbo de café mientras su secretaria abría la puerta.
El joven apareció en el umbral. No tenía pinta de empresario ni de alguien que buscara favores. Vestía con ropa sencilla, jeans y una camiseta oscura, pero sus ojos eran intensos, como si llevara mucho tiempo preparándose para ese momento.
—¿Quién eres? —preguntó Alejandro, con una mezcla de autoridad y curiosidad.
El joven no vaciló ni un segundo.
—Me llamo Daniel Mendoza. Soy tu hijo.
Las palabras cayeron como un balde de agua fría. Alejandro sintió cómo el aire se le escapaba por un instante. Ese nombre, esa revelación, removieron recuerdos que había enterrado hace años. Un amor de juventud, una mujer que desapareció de su vida antes de que pudiera siquiera imaginar las consecuencias.