El eco de los gritos resonaba en los pasillos de la mansión De la Vega. Elías, con apenas diez años, observaba desde la esquina de la gran escalera, intentando comprender por qué su mundo se desmoronaba. Su madre lloraba desconsolada, suplicando a Lorenzo De la Vega, el patriarca de la familia, mientras este mantenía su porte frío e implacable.
-No hay lugar para débiles en mi familia -sentenció Lorenzo, su voz tan cortante como un cuchillo. -Elías no es digno de llevar mi apellido.
Elías sintió el peso de esas palabras como una sentencia final. Su corazón infantil no podía procesar la magnitud del rechazo, pero el dolor quedó grabado en su alma como una herida abierta. Antes de que pudiera reaccionar, fue arrastrado por dos guardias hacia la puerta principal. Su madre intentó detenerlos, pero un ademán de Lorenzo bastó para que los guardias ignoraran sus protestas.
-Mándalo lejos. No quiero volver a verlo -ordenó Lorenzo con una indiferencia que heló el aire.