La brisa marina acariciaba la piel de Samuel mientras caminaba por la playa desierta. Era temprano, justo después del amanecer, y las olas rompían con suavidad en la orilla, arrastrando pequeños fragmentos de conchas y algas. Samuel venía a este lugar cuando necesitaba despejar su mente, cuando el ruido de la ciudad y las responsabilidades parecían sobrepasarlo. Apenas tenía 21 años, pero la vida ya se sentía más pesada de lo que alguna vez imaginó.
Al bajar la vista, algo brilló entre la arena húmeda. Era una pequeña piedra, apenas más grande que una moneda, pero su superficie reflejaba la luz del sol con un resplandor inusual, casi hipnótico. Samuel la recogió, notando que estaba sorprendentemente tibia al tacto, como si hubiera estado bajo el sol durante horas, aunque acababa de descubrirla.
La examinó detenidamente: era lisa, redonda y tenía una tonalidad que oscilaba entre el azul y el púrpura. Parecía... especial, diferente a cualquier otra cosa que hubiera visto antes. Samuel sonrió para sí mismo, pensando que, tal vez, era una de esas rarezas que traía el mar. Sin saber muy bien por qué, cerró los ojos y susurró un deseo en voz baja:
-Ojalá tuviera algo de dinero para esta semana.
Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que algo había cambiado. En su bolsillo, donde antes no había más que unos pocos billetes arrugados, ahora sentía un bulto diferente. Lo sacó con manos temblorosas y encontró un fajo de billetes nuevos, como recién salidos de una imprenta.