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El rumor corría más rápido que el humo de los cigarrillos turcos en los salones perfumados de Londres. Lady Eveline Harrow, hija única del honorable Senador Harrow, era ya una leyenda en los círculos aristocráticos.
Una leyenda negra, por supuesto.
«La Dama de la Muerte», la llamaban en los bailes de temporada, tras abanicos bordados y miradas llenas de un morboso deleite.
Cuatro matrimonios. Cuatro viudos. O mejor dicho: cuatro difuntos.
-¿Ha visto su vestido negro esta noche? -susurraban algunas damas, tapándose la sonrisa con un guante de encaje.
-Tal vez esté de luto por su próximo esposo.
Eveline caminaba entre ellos como si no los oyera. Pero los oía. Oh, claro que sí.
Cada palabra venenosa, cada murmullo, cada mirada entre desprecio y fascinación, los almacenaba en su interior como otras tantas joyas.
Su armadura de indiferencia era brillante, impenetrable. O al menos, eso parecía.
La verdad, sin embargo, era más retorcida.
Ella no buscaba amor. No buscaba compañía.
Buscaba contratos, testamentos, últimas voluntades.
Hombres de apellido rancio y salud quebradiza.
Ancianos, tuberculosos, herederos desesperados por dejar un legado.
Un matrimonio rápido, unas semanas o meses de convivir con la muerte rondando por los pasillos de sus opulentas casas, y luego... un ataúd, un velorio solemne, y Eveline, vestida de negro riguroso, llorando tras su velo mientras los notarios leían su nombre en el testamento.
Su padre, el senador Harrow, había cerrado los ojos durante los primeros escándalos.
«La juventud se cura con el tiempo», había dicho.
Después del segundo funeral, empezó a preocuparse.
Después del tercero, se encerró en su despacho y mandó quemar todas las invitaciones a eventos sociales.
Después del cuarto, cuando ni los más desesperados se atrevían a acercarse a ella, el senador supo que tenía que actuar.
Y no iba a ser suave.
La noche en que todo comenzó estaba impregnada del dulzón aroma del jazmín que trepaba por los muros de la casa Harrow.
En el salón principal, decorado con alfombras persas y enormes retratos de antepasados de rostros severos, Eveline tomaba una copa de oporto mientras hojeaba distraídamente un volumen de poesía.
Los versos de Keats flotaban en su mente como plumas en el viento, y su alma, normalmente cínica, por un instante se dejó arrastrar por la melancolía.
"-Amor inmortal -susurró para sí, sonriendo con ironía-. Qué dulcemente absurdo."
El chasquido de una puerta interrumpió sus pensamientos.
Su padre entró, sin anunciarse, como un vendaval de autoridad.
Su presencia llenaba la habitación de una gravedad casi física.
Cabellos grises, cejas espesas, una boca que parecía esculpida para negaciones.
-Eveline -dijo, sin ceremonia.
Ella alzó la vista, un brillo de desdén inteligente cruzando sus ojos verdes.
Sabía que se avecinaba una reprimenda. No sería la primera, ni la última.
-¿Vienes a reprocharme otra vez mi éxito en enviudar, padre? ¿O acaso traes otro prospecto para lanzarlo a mis fauces?
El senador no sonrió.
-Esta vez no vine a discutir, hija. Vine a informarte.
Se dejó caer pesadamente en el sillón frente a ella, apoyando los codos en las rodillas, las manos entrelazadas.
Durante unos segundos que se hicieron largos como siglos, la miró en silencio.
-Has destruido tu nombre, Eveline -dijo finalmente, con voz baja, cargada de decepción y cansancio-. Nuestro nombre. Harrow solía ser sinónimo de honor. De influencia.
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