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Cuando el reloj marcó las ocho, las sombras ya se alargaban sobre las calles y el frío se colaba con una mordedura implacable.
Noreen Evans estaba sentada sola a la mesa del comedor, mirando distraídamente su celular. Los platos, intactos frente a ella, se habían enfriado por completo; sus superficies, antes brillantes, ahora lucían opacas y poco apetitosas.
Greta Johnson, la empleada doméstica, se le acercó con sigilo y cautela.
"Señora Evans", dijo. "Hoy es su aniversario de bodas. Estoy segura de que el señor volverá esta noche. Seguramente se le presentó algo. Déjeme calentarle la comida".
Noreen sacudió levemente la cabeza. "No te molestes. Seguramente ya cenó en otro lugar".
La brusquedad de su respuesta hizo que Greta vacilara, hasta que la comprensión asomó a sus ojos.
En tres años de matrimonio, Noreen y Caiden Evans habían vivido más como extraños educados que como esposos. La dulzura del primer año se había esfumado hacía mucho, reemplazada por visitas esporádicas y silencios más fríos.
Dejando atrás la mesa del comedor, la joven subió las escaleras y se tendió en la cama. Su celular vibraba sin cesar: un torrente de mensajes nuevos llenaba un chat grupal.
Con curiosidad, tocó ligeramente uno de ellos.
La foto que se abrió mostraba a Caiden, despatarrado descuidadamente en un amplio sofá de cuero. La camisa desabrochada dejaba ver la línea limpia de sus clavículas, y las mangas arremangadas hasta los codos, sin cuidado. La despreocupación casual de su postura transmitía un encanto casi peligroso.
Incluso la inclinación de su cabeza y su mirada de párpados pesados hablaban de una indulgencia perezosa.
En una esquina de la imagen, una mano delicada se extendía hacia él con una copa de vino suspendida en el aire. El gesto era íntimo, como si brindara con él en privado.
Noreen contuvo el aliento cuando su mirada se fijó en la muñeca. La mano era delgada, inconfundiblemente femenina, y el brazalete de esmeraldas que llevaba brillaba bajo la luz. Era una pieza que conocía demasiado bien.
Esa reliquia familiar le habían prometido. Ahora, rodeaba la muñeca de otra mujer.
Sus dedos apretaron el teléfono cuando llegó un nuevo mensaje. Esta vez, era un video.
Lo abrió sin dudar.
Del altavoz salió una voz suave, dulce y con un matiz juguetón. "Viniste directo del aeropuerto solo para celebrar mi cumpleaños. ¿No te preocupa que tu esposa se enoje al enterarse? ¿Por qué no la invitas también?".
Él esbozó una sonrisa torcida, con una expresión de leve desdén. "¿No te preocupa que arruine el ambiente?".
Las risas se extendieron por el grupo.
Alguien soltó con desdén: "De todas formas, ella nunca ha pertenecido realmente a nuestro círculo. Probablemente sea mejor que no venga".
Otro añadió con un tono burlón: "Caiden, ¿cuándo fue la última vez que viste a Noreen? Seguro la pasarías de largo sin reconocerla".
Él hizo girar el vino tinto intenso en su copa, y dijo en un tono ligero y distante: "¿Verla? No tenemos una relación tan cercana".
Una voz se abrió paso entre el murmullo: "Vamos, ¿no se supone que están casados?".
El hombre soltó una risita baja y burlona, como si no pudiera creer lo absurdo de lo que acababa de oír. "Ese matrimonio es como una botella de vino que se echó a perder. Es mejor tirarlo".
La suave voz de Jessica Dale siguió, cargada de una pizca de disculpa. "Está bien... entonces no la invitaremos esta vez. Ya la compensaré en otra ocasión".
Noreen bajó el celular, la amargura apretándose en lo más profundo de su ser.
¡Qué jugada tan mezquina! Estaban todos juntos en un salón privado, pero habían decidido chatear por el chat grupal solo para asegurarse de que ella lo viera.
La mayoría de las personas en ese grupo pertenecían al círculo social de Caiden.
Jessica era una de las pocas mujeres, y la única razón por la que Noreen había sido agregada era porque Jessica la había metido.
Casi nunca escribía en el chat, pero cada actualización sobre él llegaba igual a su pantalla. Dondequiera que él fuera, Jessica nunca andaba lejos.
Horas después, con la casa sumida en el silencio, Noreen seguía tendida en la cama, girando ociosamente el anillo de bodas en su dedo.
El frío del metal se filtraba en su piel, hundiéndose más y más, hasta que el frío alcanzó la parte más blanda de su corazón.
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