El teléfono sonó a las 6 de la mañana. Clara, aún sumida en un sueño entrecortado, alcanzó a oírlo antes de despertarse completamente. A esa hora, el mundo seguía en silencio, y el timbre del teléfono le pareció demasiado fuerte, como si anunciara algo terrible. El aparato seguía sonando, y cuando por fin logró alcanzarlo, su voz sonó quebrada al otro lado de la línea.
—¿Clara? Soy el doctor Ruiz… —La voz temblorosa del médico era lo único que podía escuchar, como si el mundo a su alrededor se hubiera vuelto borroso y lejano. Su mente se puso en alerta, pero no comprendía lo que estaba pasando.
—¿Sí? —respondió Clara, su voz aún groggy, sin comprender bien.
—Lo siento mucho, pero tu madre... ha fallecido esta mañana. —La noticia cayó como una losa pesada sobre su pecho, oprimiéndola, dejándola sin aire.
—¿Qué? —El sonido de su propia voz, tan desconcertada, le pareció ajeno, como si no fuera ella quien hablaba. Su madre, Isabel, había estado luchando contra una enfermedad, pero Clara no pensó que llegaría a ser tan rápido. No pensó que perdería a la mujer que había sido su todo.
El silencio de la casa fue lo único que acompañó a la noticia. Clara no supo cuánto tiempo pasó antes de que pudiera articular palabras. El médico, de alguna manera, le dio las instrucciones para el funeral, y le ofreció su apoyo, pero ella solo podía pensar en un vacío profundo. Su madre había partido, y ella se encontraba allí, sola.
Cuando colgó, los recuerdos de los últimos años inundaron su mente. Isabel había sido su única familia cercana. La razón por la que Clara aún se mantenía a flote en el mundo. A pesar de la soledad, a pesar de la falta de otras figuras paternas o maternas en su vida, Isabel había sido su roca. Ahora, esa roca se había desmoronado.
Clara sintió una punzada de dolor al pensar en su madre, con su cabello castaño y sus ojos brillantes, siempre sonriente, aún cuando las cosas no iban bien. Isabel había sido la mujer que la levantaba, la que le daba fuerzas para enfrentar el día, y ahora, ya no quedaba nada de eso. Solo quedaba el vacío.
Durante el funeral, Clara no lloró. Estaba demasiado en shock. Se sentó en el banco de la iglesia, la mirada fija en el ataúd, y no se movió de allí hasta que la ceremonia terminó. La gente que se acercaba a darle el pésame parecía distante, como si ella estuviera atrapada en una burbuja de tristeza que nadie más podía comprender.
El vacío en su pecho no desapareció. Ni los amigos de su madre, ni los conocidos que asistieron al funeral pudieron llenar ese espacio. Clara estaba completamente sola, enfrentando el mundo sin su madre. Y lo peor de todo era que no sabía qué hacer ahora. Isabel había sido su guía, su todo. Ahora, ¿qué quedaba para ella?
Cuando regresó a la casa, el silencio la envolvió. Las habitaciones, los pasillos, todo estaba igual que siempre, pero Clara ya no podía sentir el mismo consuelo. Todo le parecía ajeno, como si la casa estuviera vacía, a pesar de que estaba llena de recuerdos. La cocina, el salón donde Isabel solía sentarse a leer sus libros, la vieja butaca junto a la ventana donde su madre pasaba las tardes mirando las flores del jardín. Todo le parecía ahora extraño, vacío.