He llegado de nuevo a mi país, pisaré suelo venezolano y no me iré hasta descubrir la verdad, hasta descubrirla a ella. Al salir del avión aspiro el aire de la ciudad, cierro los ojos y por unos segundos contengo las emociones, mi hermano murió y no estuve para él. Murió y nunca más lo veré. Me recompongo y bajo las escaleras del avión privado.
Una comitiva me espera en autos negros, subo a la segunda Hummer como indica el protocolo para encontrarme con la cara de Aurelio Sotomayor, el abogado de mi difunto padre.
—Sergio, regio. Imponente como siempre, eres la viva imagen de tu padre, bienvenido.
—Aurelio.
—Siento mucho lo de tu hermano. Te lo quería decir en persona —se lamenta meneando la cabeza. Su cabello cano y liso se bate con el movimiento de cabeza.
—¿Cómo está el clima en Caracas estos días? —inquiero mirando con interés por la ventana.
Aurelio suelta un suspiro quieto seguido de una risa suave.
—Fresco, en general fresco. Sabes como es.
—Extraño el clima fresco. En Berlín no hay días frescos en invierno.
—Me imagino que no.
—¿Irás a la empresa?
—No. No es por eso que he venido, Aurelio.
—¿Ah no? ¿Entonces para qué? A tu hermana le gustaría verte, que le des algunos consejos para manejar el negocio.
—Ella y su marido lo hacen bien solos. No me necesitan.
—Hace cuatro meses que murió Mauricio, Sergio. Ya está enterrado, velado, no lo viste entonces, ve, toma algo de sus cenizas y déjalo ir.
Bufo.
—Claro. Así de fácil: «Déjalo ir». ¿Cenizas? Y yo pedí que no lo cremaran.
—No fue posible cumplir tu petición, lo intenté, soy un hombre mayor, persona de riesgo para la pandemia, entenderás que no podía movilizarme mucho, luchaba con abogados jóvenes que se movían como si se tele transportaran.
—¿Me tienes la información que te pedí sobre ella?
—Sergio. No sé qué estés pensando, que ideas hallan inundado tu cabeza ante la pérdida de tu hermano.
—Aurelio —digo y me giro a verlo, me quito las gafas oscuras y hago contacto con sus ojos azules y enmarcados en arrugas —, recuerdo que cuando mi padre murió, a pesar de que no era su voluntad, el primero que salió de la compañía y dejó de atender nuestros asuntos familiares fuiste tú. Yo fui el único que no te dio la espalda.
Cierra los ojos, niega con pesadez.
—Ya no necesito el trabajo, es cierto que cuando tu padre murió, me afectó que me hicieran a un lado como un traste viejo, me deprimí, y todo lo demás, pero ahora mis hijas no quieren que trabaje. Todos los días de la semana se me convirtieron en domingos que disfruto con mis nietos. No me interesa ejercer.
—Te lo pido entonces como favor, no que actúes como abogado, si no como el único en quien confío, Aurelio, te necesito.
Abre mucho los ojos, conocía el impacto de mis palabras, en treinta y un años de mi vida jamás admití necesitar a alguien, no que lo pudiera recordar yo, o él.
—Sergio, sabes que eres como el varón que no tuve. Tú y Mauricio. Te aprecio, quiero ayudarte, estar a tu lado, pero no quiero que cometas injusticias. Tu reacción…
—Fue una reacción, hace cuatro meses, ahora solo quiero saber la verdad. Además, ella es su viuda, quiero ayudarla, ver si necesita algo. Es lo normal, ¿no?
Sonríe incómodo, me dedica una mirada desconfiada.
—Eres duro juzgando a la gente, siempre lo has sido, no te equivoques con ella, es solo una chica que ha pasado por mucho en la vida.
Me rio con ironía.